viernes, 1 de diciembre de 2017

UNIVERSIDAD DE LA EXPERIENCIA: UNA EXPERIENCIA EN LA UNIVERSIDAD

 Ayer mismo impartí mi última clase en un curso trimestral que me había pedido Ramón Hernández Garrido, coordinador en Béjar de esa experiencia académica y educativa tan llamativa que se llama la Universidad de la Experiencia. Ha sido un ciclo de clases-charlas-conferencias en el que, con el eje central de la palabra, hemos recorrido su valor y su uso específico entre la gente normal de estas tierras y en las obras de algunos de sus más preclaros ciudadanos.
Al comenzar la preparación del encargo, pensé que tal vez el campo de juego no daba para tanto, sobre todo porque nunca antes se había hecho algo semejante. Estaba totalmente equivocado. Hay tema para muchos ciclos más y fuera han tenido que quedar personajes y usos importantísimos de la lengua en esta ciudad. Tiempo habrá. Me satisface comprobar que, a pesar de todo, también en la ciudad estrecha han vivido y viven gentes que merecen mucho la pena y que son ejemplo para pensar y actuar. Y todo ello con la certeza de que, más allá del aldeanismo, lo que interesa es la mezcla de la proximidad con el valor de sus legados. Porque uno es ciudadano de un sitio pequeñito y en él desarrolla sus quehaceres y agota su vida; pero es tan cierto como eso el hecho de que cualquiera es a la vez ciudadano del mundo, y los valores generales sirven tanto en una esquina del espacio como en otra. Mi reconocimiento para todos esos ejemplos próximos y a la vez lejanos pues, como digo, sirven para aquí, para ahí y para allí.
Pero el otro valor, más importante todavía, es el de los alumnos que acuden a esas clases. Nadie aprueba ni suspende (ni falta que hace); nadie tiene necesidades acuciantes para aprender tal o cual esquema; nadie se siente presionado por nada externo. ¿Qué les lleva, entonces, hasta las aulas? No tengo derecho a entrar en sus conciencias ni en sus gustos; tan solo puedo imaginarlos. Las circunstancias y las capacidades de cada uno, por supuesto, son muy diversas. Los imagino llenos de curiosidad, plenos de ganas por conocer cosas, por enterarse de lo que acaso intuyen solamente, deseosos de poner luz a sus lagunas, ansiosos por aprender y por aprehender. Se nota en sus actitudes y en su atención. En ese contexto, las clases resultan para el profesor muy satisfactorias. Creo que ellos son la mejor muestra de que, en realidad, lo que diferencia al ser humano del resto de seres animales es la curiosidad, esa especie de impulso vital que nos empuja a entrar en los terrenos desconocidos para hacerlos nuestros y para dominarlos. Mientras uno posee curiosidad, se mantiene con ánimo y con energías para seguir dando sentido a su vida. Porque la curiosidad engendra el principio del conocimiento, el conocimiento nos acerca al dominio y el dominio de las cosas nos presenta su realidad más descarnada. Entonces la vida se llena de sentido o se vacía, pero ya desde la consciencia y desde la comezón de seguir arrancándole secretos. Nada asegura que el conocimiento acarree la felicidad, pero sí es seguro que la ignorancia nos sitúa en la imbecilidad y nos anula como seres con capacidad para pensar y decidir, para ordenar nuestro camino y ser responsables de él.

No es la primera vez que imparto cursos en esta modalidad de la Experiencia: lo he hecho incluso en otra universidad. Tal vez no será la última. La experiencia me satisface. Mi enhorabuena para el contexto que la hace posible y, sobre todo, para los alumnos. Cada día tiene su afán pero la curiosidad no sabe de edades porque solo se hace sinónima de la vida. Y la vida solo tiene intensidades, no edades.

1 comentario:

mojadopapel dijo...

Maravilloso análisis de lo que es el impulso del aprendizaje.