viernes, 20 de enero de 2017

EL VUELO DEL PATO


El águila imperial iniciaba un vuelo cada cuatro años. Desde él supervisaba todos los dominios de su imperio: los bosques, las estepas, las playas, los desiertos, los montes y los valles. Nada quedaba fuera de su alcance y en todo decidía según sus conveniencias. Para un mejor control, tenía embajadores y espías colocados en los mejores puestos y toda una red de colaboradores que seguían fielmente sus indicaciones y que, de vez en cuando, acudían a la corte del águila para rendir pleitesía. Algunos, con tal de conseguir sus favores, aprendían acentos cortesanos, variante tejana, y colocaban distendidamente sus piernas encima de la mesa para mostrar su sumisión y fidelidad al águila. En definitiva, todo el reino andaba pendiente de la voluntad de su graciosa majestad.
Pero no siempre las águilas volaban a la misma velocidad ni con la misma extensión de alas. Hubo una vez una, con cara y nombre de pato, que llegó hasta la silla real después de enfrentarse con las costumbres y con las verdades más elementales que circulaban por el reino: se reía de las mujeres, se mofaba de los inmigrantes, despreciaba a los más necesitados, propiciaba los enfrenamientos y aclamaba al vencedor mientras al perdedor lo dejaba olvidado y solo.

El día que alzó el vuelo, todos estaban expectantes y un poco temerosos; todos salvo sus esclavos agradecidos, que abrían el pico aguardando a ver si caía del cielo alguna migaja con la que llenar su papo. El tiempo lucía gris y hacía frío. Los meteorólogos anunciaban borrasca y temporales frecuentes. La gente se ocupaba de proteger sus puertas y ventanas. Reinaba una calma tensa y todo sonaba como en eco, como si el misterio estuviera a punto de romperse y nadie supiera por dónde podría discurrir aquel vuelo.

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