jueves, 22 de septiembre de 2016

SOBRE LA NATURALEZA DE LOS DIOSES


En su obra “Sobre la naturaleza de los dioses”, ensayo filosófico de madurez y recopilatorio de buena parte de los pensamientos del escritor latino Cicerón, este reflexiona acerca de esa idea que ha traído de cabeza a casi todo hombre y a todas las culturas. También a Nietzsche, cuando afirmaba “Dios ha muerto”, le mordía este concepto y esta idea generadora de tantas otras.
En su libro primero, Cicerón resume las ideas de los principales autores de la Grecia clásica, para quedarse en extensión con Epicuro y con los estoicos, de los que él fue egregio representante en el mundo latino. Cita a una nómina extensa y esencial en el pensamiento griego: Tales de Mileto, Anaximandro, Anaxímenes, Anaxágoras, Alcmeón de Crotona, Pitágoras, Jenófanes, Parménides, Empédocles, Protágoras, Demócrito, Diógenes, Platón, Jenofonte, Antístenes, Espeusipo, Aristóteles, Heraclides del Ponto, Teofrasto, Estratón, Zenón, Aristón, Cleantes, Perseo, Crisipo… Y después Epicuro, y los estoicos. Toda la pasarela completa, aunque se echen en falta algunos.
Poco importa el repaso de nombres; lo interesante es observar cómo un repaso tranquilo nos ofrece un camino descendente, desde los elementos más idealizados hasta la contemplación de la naturaleza y las consecuencias racionales que de su observación y estudio se extraen. Es como si se pasara lentamente del caos al mito (con todos los dioses de por medio), del mito a la razón, para volver a perderse en las limitaciones evidentes de la razón y vuelta a empezar el ciclo interminable.
¿Es posible desentenderse del mundo de los dioses y vivir sin su referencia? No sirve la sustitución de los dioses clásicos por otros tan de cartón piedra como los de la publicidad, el cine o el deporte: nos estaríamos engañando ingenuamente. O, al menos, hay que saber y reconocer que nos estamos engañando.
Algo sí parece claro: la configuración de los dioses la hacemos nosotros mismos desde nuestras conveniencias y desde nuestras necesidades. Por eso los fabricamos con tantas deficiencias y por eso los cambiamos a nuestro antojo. Y les exigimos lo que se aparece en el vértice de nuestros ideales; con esas ideas los configuramos y hasta con esos perfiles les ajustamos una religión y unos cultos determinados. Luego, cuando no cumplen nuestras expectativas, o nos refugiamos en el misterio, o nos decepcionamos hasta el enfado y la recriminación.

No sería poco que, al menos, no perdamos de vista el camino, lento y tortuoso, pero sin vuelta atrás, del asombro ante la naturaleza y ante la razón. Ellas no pueden andar lejos ni de la lista de los dioses ni de las leyes, religiones y ritos más convenientes para el ser humano. 

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