Para la creación artística
necesitamos -humildad, sencillez y evidencia obligan- a partir de algún
elemento acerca del cual podamos decir algo. Cómo llegamos a él, de qué forma
lo hacemos nuestro y lo aprehendemos, y en qué forma lo relacionamos con
nosotros mismos o con los demás es el auténtico objeto de la creación.
Imaginemos la “tarde” como elemento
que nos ha de servir como masa para la construcción de una imagen, un símbolo o
todo un discurso narrativo. Lo primero será hacernos conscientes de su
existencia, algo así como trazar los límites, marcar el territorio que abarca
ese objeto, esa imagen o ese concepto. Nuestra primera visión seguramente será
del todo y en forma mostrenca y gruesa. Nos serviría la imagen panorámica de
nuestros ojos o la definición objetiva del diccionario.
Un creador no puede conformarse
con eso. El siguiente impulso lo llevará a dividir la imagen o el concepto en
partes autónomas, que han de servir para descubrir aspectos que, de otra
manera, se nos quedarían en la oscuridad y el olvido. Sean, por ejemplo, los
colores, la temperatura, las sombras que produce, la evocación de la noche, la
luz que deja atrás, la serenidad que puede evocar… En este nivel, el creador ya
se separa del resto de los usuarios de esta imagen y de esta realidad. Se
demorará en aquellos aspectos que más le llamen la atención y hasta añadirá
otros que, aparentemente, no pertenecen a la realidad pero son contiguas a
ella, o contrarias, o subordinadas, o causales, o…
El tercer paso tiene que ver con
la vuelta a la imagen total. En este momento ya la imagen general tiene un
valor muy superior a la de la primera ocasión, es mucho más luminosa, más extensa
y, sobre todo, mucho más intensa. La belleza o la fealdad de la misma se nos
aparecerán como algo consustancial con la imagen. Ahora la “tarde” es ya otra
“tarde” llena de potencia y de posibilidades. Imaginarla en este momento es
sentirla otra más real y verdadera. Y este es oficio que puede realizar no solo
el creador sino también el lector o el receptor de cualquier obra de arte. En
ese momento se estará convirtiendo en coautor y creador también.
Porque esta imagen hay que
ponerla entre el creador y el lector, y el lector tiene que ver la segunda
“tarde”, no la primera: el creador ha despertado la segunda, no la primera y la
ha puesto en circulación en su obra.
Tres son las formas que
tradicionalmente se señalan para ello: la lírica, la épica y la dramática. En
la primera, el creador muestra la imagen relacionada preferentemente consigo
mismo, son sus connotaciones y sus elementos subrayados los que le interesan y
los que potencian la imagen, es él mismo el presentador y el receptor esencial.
En la forma épica, la imagen forma parte de un relato que se sitúa entre el creador
y el lector; ambos participan en igualdad de condiciones y pueden ser “tocados”
de la misma manera por ella y por su contexto. En la formulación dramática el
creador parece que se desentendiera de ella, que se pusiera tras el telón y que
dejara a la imagen directamente en relación directa con el espectador, esa otra
forma de hacer de lector.
De esta manera, aquello que pudo
empezar como una realidad neutra en el espacio y en el tiempo, e incluso como
una parte indefinida más de la masa continua, se transforma en la creación en
algo potenciado por el artista para conformar una realidad nueva y distinta,
más veraz, más intensa y más participativa. Por el creador, por el lector o por
ambos, según la implicación de cada cual y la forma en la que se integre y se
presente la imagen.
“Tarde” extraída de la falta de
dimensiones; “tarde” reconocida en sus partes y en sus potencias; nueva “tarde”
más densa y deleitosa; “tarde” que me conmueve y me anima al pensamiento del
paso del tiempo y de la vida; “tarde” en la que se sitúa una historia que me
interesa y que nos interesa; y “tarde” que os
presento para que os interrogue y os provoque el pensamiento. Todas son
tardes y todas son la tarde. Otra tarde distinta más fecunda. Y tal vez algo más fresca que
esta en la que escribo estas palabras.
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