miércoles, 1 de junio de 2016

Y CADA UNO A LO QUE HAY QUE HACER


Dice Antonio Gramsci, en sus Notas preliminares a la Filosofía de la praxis, lo siguiente: “Hay que empezar demostrando que todos los hombres son filósofos, definiendo los límites y las características de esta filosofía espontánea, propia de todo el mundo, es decir, de la filosofía contenida: a) en el lenguaje mismo, que es un conjunto de nociones y de conceptos determinados y no solo de palabras gramaticalmente vacías de contenido; b) en el sentido común y en el buen sentido; c) en la religión popular y, por consiguiente, en todo el sistema de creencias, de supersticiones, de opiniones, de modos de ver y de actuar que se incluyen en lo que se llama en general folklore”
Se trata de su empeño intelectual en implicar a todo tipo de personas y de niveles intelectuales en la transformación social y política de las comunidades, de tal manera que adquieran realidad tanto las creaciones teóricas de los más dotados, de los filósofos, como de la gente sencilla, que es la que, día a día, tiene que lidiar con pasar de las musas al teatro.
Parece clara la nobleza del empeño, lo mismo que resulta evidente que, de este modo, la revolución se apuntaría un tanto casi definitivo. No estoy seguro de que la práctica sea tan sencilla. La exposición de esta tesis, que ya tiene casi un siglo, y que defiende en su desarrollo la importancia de contar con la elaboración, tanto teórica como práctica, del pasado, me recuerda alguno de los postulados recientes de alguna formación política nueva, en lo que se refiere a no señalar tanto la separación entre izquierda y derecha como en establecer relaciones más transversales y generales en las que implicar a todos.
Seguramente nada es posible sin un movimiento de flujo y reflujo entre las capas más intelectuales y las menos cultivadas en los principios teóricos. La dificultad estriba en los porcentajes y en las prioridades, en los cambios de costumbres y de usos que se tienen que producir, en las inercias populares y en los trazos racionales de los elaboradores de ideas, en los ritmos de unos y de otros.
Porque parece muy positivo no anular totalmente ningún elemento del que extraer aportaciones de orientación práctica y social. Así las costumbres, tan arraigadas en el quehacer popular; las tradiciones, tan rancias muchas veces pero tan en la inercia de las comunidades; los usos irreflexivos… Sin embargo, olvidarse de que el camino tiene unas etapas y de que estas tal vez deban ser ordenadas de alguna manera no caprichosa sería mucho más peligroso. Sigo defendiendo el esquema en este orden: observación de la realidad, descripción de la misma, organización mental, aparición de una ideología determinada, concreción en programa político, actuación teórica y práctica diaria y al detalle.
No todo el mundo tiene el mismo tiempo, la misma disposición ni la misma capacidad para desarrollar estos pasos y en este orden, pero perder su esquema nos puede hacer torcer el rumbo y perdernos en un laberinto del que no es fácil que nos saque nada.
Seguramente Gramsci  pensaba en esos tres elementos porque, en los años 20 y 30 del siglo pasado, eran los que ejercían mayor influencia social. Hoy, un siglo después, tal vez alguno se nos caería un poco de la lista, o al menos ocuparía un lugar menos destacado. No podríamos olvidarnos de los medios de comunicación de masas, con la televisión y las redes sociales a la cabeza. Siempre sin olvidar su cifrado en el código lingüístico y las imperfecciones que conlleva.
¿Cómo poner todos estos elementos al servicio del ser humano para que se convierta en un pequeño filósofo y tome el timón de sus ideas y de su propia vida, es decir, para que pasemos de la teoría a una práctica diaria basada en la razón, en el correcto uso de los medios que poseemos para fijar las ideas y para crear una comunidad un poco más humana y feliz?
Son muchos los campos y escasa la fuerza de la razón teórica para llegar a ellos. Empezar por la aplicación de aquel viejo principio de “conócete a ti mismo”, como motor de cambio personal y social no es mala cosa. Afirmar la separación entre la filosofía y la religión, por utilizar métodos distintos, tampoco nos iría mal. Atenernos al sentido común, no por general sino por racional y lógico, significaría un salto adelante fundamental. Hacer de la práctica política una traslación de una ideología, es decir, de un conjunto trabado de principios ennoblecería a todos. Practicar la duda y la curiosidad racional y no dejarse llevar por la inercia de las corrientes y costumbres también nos ayudaría a todos y a cada uno en particular (a las mayorías hay que respetarlas, pero también se equivocan).

La cuenca de los ríos está compuesta por el caudal principal, pero no se entiende sin la aportación de todos los afluentes. El caudal luce mejor cuando todas las aguas se juntan. Aunque estas vayan a dar al mar, que es el morir.

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