jueves, 23 de junio de 2016

ARTE Y REALIDAD


Oigo de fondo música barroca mientras leo poemas de Juan de la Cruz. De vez en cuando, alzo la mirada y veo al frente la montaña con la ladera vestida de flores en sus partes más altas y con los últimos neveros que se resisten a licuarse y a evaporarse para dejarse caer monte abajo hasta el valle. Son los primeros días calurosos de verano.
Tengo la sensación y casi la seguridad de que estoy asistiendo al gozo de algo bello, de que la belleza tiene que tener alguna definición que se ajuste a estos parámetros o a estas sensaciones que me invaden, o que tal vez despierten porque estaban dormidas dentro de mí. Son colores, es armonía, son palabras, son aromas y es brisa del aire que se mueve sin prisa y como bailando. Tal vez he experimentado la belleza, pero no sé definirla, ni siquiera sé si existe como concepto duradero.
No quiero conformarme con la experiencia personal, por muy agradable que resulte, y mi curiosidad me lleva hacia las causas y hacia las bases y la permanencia del concepto de belleza.
Sigue sonando la música barroca y yo sigo entrañándome en Juan de la Cruz y en sus imágenes. “Mil gracias derramando / pasó por estos sotos con presura, / y, yéndolos mirando, / vestidos los dejó de hermosura…” Los compases musicales son lentos y suaves. Los colores que me llegan a la vista son azules, blancos y amarillos. Me dejo llevar y me abandono.
Pero pronto me pregunto si la belleza me llega de fuera o si soy yo el que impongo un canon a esos elementos naturales exteriores. Y, si fuera yo el que impusiera esas reglas a las cosas para que, desde ellas, se ajustaran las cosas y pudieran clasificarse en bellas o no bellas, quisiera saber la procedencia de esas normas, el camino que han recorrido hasta quedar fijadas en mi conciencia.
Me asaltan más preguntas y me entra la zozobra. Si soy yo el que impongo las normas y creo el canon, ¿ese canon se perderá cuando yo me pierda?, ¿no cambiará conmigo mismo cada vez que cambie de opinión o de estado de ánimo? Y, si es de procedencia social, ¿hasta qué punto me corresponde como persona individualizada?, ¿qué fuerzas son las que imponen esa escala de valores que conforma el canon de belleza?, ¿serán también las estructuras económicas las que trasladan sus influencias y sus poderes a la definición de belleza?, ¿qué parte tiene la obra de arte como creación y qué parte como valor de mercado?
Y para rematar. ¿Debe el arte reproducir los elementos naturales y sus leyes o tiene la obligación de crear mundos nuevos, sujetos a reglas distintas? ¿Cómo lo puede hacer si actúa con materiales que le presta la naturaleza y solo se le concede usarlos de otra manera? ¿Cuándo se crea una obra de arte, esta debe imponerse desde ella misma o por la realidad externa que incorpora? ¿En qué medida se ha de crear una obra de arte para un sujeto humano o en qué medida el sujeto ha de adaptarse a la obra de creación? ¿Son la verdad, la belleza y lo bueno valores absolutos? ¿Existe el objeto artístico antes que el ser que lo valora, o solo se puede entender el objeto artístico cuando el ser humano le insufla una escala de valores a la realidad? ¿La realidad es neutra o tiene ánimo y disposición artística? ¿Hay una práctica social que va elaborando la conciencia artística y modelando los conceptos de bien, belleza y verdad? Si así fuera, ¿cuánto de política, de moral, de ciencia, de religión, de economía… hay en la obra de arte?...
Mi conciencia me dicta que también esto tiene más alcance que casi todo lo  que a diario se ventila en los foros sociales y en los medios de comunicación. ¿Qué hay que hacer, entonces, huir y esconderse o dinamitar el sistema? ¿Cómo?

Continúan las melodías barrocas. El sol brilla impúdico y esplendoroso en la montaña y abrillanta los colores. Yo sigo entrañado en Juan de la Cruz: “Cesó todo y dejeme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado”.

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