Si tuviera que ponerle alguna
etiqueta al pasado siglo veinte, tal vez le colocaría el marbete de época en la
que, por primera vez, el ser humano giró hacia sí mismo, hacia su interior,
hasta descubrirse como ser único en todas sus vertientes. No se puede olvidar
que es en su primera mitad cuando aparece todo el mundo del psicoanálisis, con
las infinitas implicaciones que ello supone. Parece como que, desde entonces,
felizmente, el ser humano pusiera pared por medio con tanta dependencia del
exterior, en leyes, religiones, sociologías… Ya sé que es mucho decir, pero
creo que algo de esto hay.
En todo caso, no estoy seguro de
que hayamos aprendido demasiado ni de que hayamos llevado a la práctica lo que
la investigación iba descubriendo.
Por ejemplo, enseña la
investigación psicoanalítica que todos, desde el momento de nacer, empezamos a
cargar con una losa impositiva y de censura que se va haciendo más pesada a medida
que vamos viviendo y nos vamos reconociendo por la vida. Cuando no es religiosa
es sexual, social, económica, cultural…, o de todas a la vez. Da la impresión
de que la comunidad no sabe evolucionar si no es controlando e imponiendo
censura a sus componentes para poder programar esa evolución y ese estado de
cosas que llamamos civilización. Por eso, en alguna medida, estas teorías
asimilan civilización a represión
Tal vez ese control se muestre
imprescindible pues, al fin y al cabo, el ser humano no es otra cosa que las
circunstancias en las que se desenvuelve. Y en esas circunstancias están los
demás, con todas sus pretensiones y con todos sus instintos. Por eso uno no
adivina fácilmente el edificio de la historia y de la comunidad sin elementos
comunes y sin imposiciones, aunque solo sea por aquello de que mi libertad
termina allí donde empieza la de los demás.
Ene ese camino de ida y vuelta,
nos queda el resquicio de sublimar nuestros deseos personales, de intentar
encontrarles acomodo en los intercambios sociales y en los ordenamientos jurídicos
de la comunidad, hasta conseguir, si no satisfacción en lo que nos reprimen, sí
al menos cierta comprensión y aceptación en ello. No es camino sencillo, claro
que no.
¿Y el límite? Esta es, sin duda,
la clave: el grado de represión que estemos dispuestos a aguantar y a asimilar.
Lo ideal sería que fuera el menor posible, porque todo debería revertir en
beneficio de cada ser particular y de todos en conjunto.
Las superestructuras de todo tipo
(sexuales, religiosas, sociales, políticas, de costumbres…), nos ahogan y nos
tienen cada día más sojuzgados. Nosotros mismos nos dejamos llevar por ese
sentimiento de culpa que nos echan encima cada vez que no respondemos a algún
precepto o a alguna costumbre establecida. Casi todos aspiramos a situarnos cómodamente
en el organigrama social para aprovecharnos de él y sacar producto personal en
forma de dinero, posición o reconocimiento. ¿A costa de qué? ¿Cuánto de nuestra
libertad y de nuestros deseos tenemos que dejar por el camino? ¿Merece la pena?
¿Participamos todos por igual en la elaboración de esa escala de valores que
impone la comunidad? ¿En qué medida podemos apartarnos de la misma aunque
queramos? No son malas preguntas para una tarde de abril.
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