lunes, 14 de marzo de 2016

¿Y SI ESTO ES ASÍ?


Porque negar el estado de cosas es sencillamente desconocer la realidad y esconder la cabeza debajo del ala. Las televisiones están llenas de intermedios con propaganda, y esta solo se hace de aquellos productos que poseen detrás una base económica importante que puede pagar el bombardeo propagandístico y repercutirlo a la vez en el producto, ese que paga cualquier consumidor; los escaparates andan repletos de papeles anunciando rebajas; los buzones se atacan con panfletos llenos de colores con idéntica intención, los comerciales porrean puertas a cualquier hora con tal de hacer algún cliente de tal o cual marca; los telefonistas agujerean los oídos con su voz entrenada para el fin de persuadir, mientras los pobres se llevan desaires a cada instante; o, en fin, cualquiera te asalta por la calle, cuando paseas tranquilamente empujándote casi para que pases a comer en tal o cual restaurante. Todo es puja y competitividad, propaganda del producto y asalto a la paz del consumidor.
Se plantea enseguida una pregunta que tiene que ver con la duración y con la intensidad de esa propaganda y con esa publicidad. Parece evidente que el productor tiene que aguzar el ingenio cada día más para conseguir ese convencimiento psicológico que lleva al consumidor a la tienda para comprar su producto. Los productos propagandísticos son formalmente fantásticos. Pero el ingenio no sabe siempre de perfecciones técnicas. Muchas veces el éxito de un anuncio depende de elementos muy azarosos y externos a los cánones de la publicidad. Sea como sea, el acaso es que el mecanismo de persuasión tiene que andar siempre a la cuarta pregunta, tratando de sorprender y de impresionar. Y por eso, otras palabras del economista: “En una sociedad en la que el virtuosismo en la persuasión debe mantenerse al mismo ritmo del virtuosismo en la producción, uno tiene la tentación de preguntarse si el primero puede mantenerse siempre por delante del primero”. Porque es que habíamos quedado en que el producto era el que creaba la necesidad y no al revés.
Uno, desde la cartilla de parvulitos de la economía, tiende a pensar que ambos virtuosismos se dan la mano y se retroalimentan. Sea como sea, el caso es que a los consumidores nos tienen metidos en una turbina que da vueltas a un número de revoluciones cada día mayor, y que, en esa locura, nos movemos al ritmo que nos marcan desde esa fuerza motriz que es todo ese mundo que se nos mete por los ojos y por los demás sentidos, sin que tengamos tiempo ni capacidad siquiera para poder describir lo que se nos ofrece, y mucho menos para pensar en sus bondades o maldades. Del turbinado salimos casi todos un poco mareados. Los consumidores normales, los pequeños comerciantes y todo el que tiene que someterse a cualquier endeudamiento inducido por el número de necesidades nuevas que nos van inventando y que nos dejan a la intemperie y endeudados económica y moralmente, para que nuestra vida termine siendo un pago a plazos a la cola de cualquier lugar en el que se expiden necesidades y mundos irreales en imágenes, créditos o vencimientos inmediatos.

Y así día tras día. Hasta que este sistema diga basta porque se sienta agotado y absolutamente loco y sin futuro.

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