Cualquier motivo azaroso me ha
puesto delante de los ojos, en los últimos días, toda una serie de cartas de
condenados a muerte, en sus últimas horas de vida. Primero fueron algunos asesinados
por los levantados en armas en la guerra incivil y después los últimos
ajusticiados y condenados a muerte del régimen franquista. Al menos una
veintena de personas que, “en capilla”, expresaban por escrito sus últimos
sentimientos. Prácticamente todos lo hacían para sus familiares más directos:
sus padres, sus esposas, sus hijos, sus hermanos…
Existe un elemento común que me
ha llamado poderosamente la atención. Se trata de la entereza con la que
encaran la pérdida, ya inmediata, de su vida. Supongo que en estos casos tendrá
mucho que ver el hecho de que todos mueren con la certeza de que no merecen
ningún castigo y mucho menos el de la pena capital.
Pero es que uno, desde lejos,
trata de compadecerlos y espera que, precisamente en esos momentos tan
intensos, cualquiera se venga abajo y estalle rompiendo cualquier esquema de
razón y de serenidad. Pues no es el caso en ninguno. A veces hasta sorprende
esa serenidad y esa templanza con las que encaran lo inevitable. Su ternura,
sus afectos y su amor se van todos para sus familiares y parece que ninguna
preocupación especial se reservan para ellos.
No conozco ningún estudio sistemático
de últimas cartas de condenados, pero imagino una experiencia apasionante su
realización. Estos son todos reos de últimas horas y de muerte señalada en el
reloj, ni siquiera les queda la indefinición de una enfermedad que puede durar
más o menos tiempo y dejar en la imaginación alguna vaga posibilidad.
Me resulta inevitable comparar
con la imagen del condenado a muerte que procesiona estos días por las calles,
aquel Jesús que, hecho hombre y en debilidad, exclamó “Eli, Eli, lama sabactani”.
Todo un dios abandonado y mostrando sus flaquezas, las que uno espera en
cualquier ser humano normal. En esa debilidad es donde mejor se hace hombre y
en la que mejor encaja la otra expresión: “Ecce homo”. He aquí al hombre, el
hombre entregado a las turbas y sin posibilidad de defensa.
¿De qué pasta estaban hechos los
condenados del primer y del último franquismo que ni siquiera parecían mostrar
la debilidad propia del ser humano solo y abandonado?
Todo pare confuso para mí y todo
me deja pensativo, con mis pensamientos en los condenados y en mis debilidades,
que me humanizan y me convierten también en un ser hacia la muerte.
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