martes, 23 de febrero de 2016

ELLOS Y NOSOTROS: LA TIERRA DE ALVARGONZÁLEZ


“Siempre que trato con hombres del campo, pienso en lo mucho que ellos saben y nosotros ignoramos, y en lo poco que a ellos importa conocer cuanto nosotros sabemos”.
Estas palabras componen una consideración que don Antonio Machado se hace durante un viaje, al lado de un campesino, mientras este está en silencio. Están recogidas en la versión en prosa de “La tierra de Alvargonzález”. Hay tres elementos para considerar: “los campesinos saben mucho”, “nosotros sabemos poco”, “separación entre los intereses de unos y de otros”.
No estoy muy de acuerdo con don Antonio. Los campesinos saben lo que saben, unos más y otros menos. Sí creo que lo que saben es más esencial, sencillo y duradero. Lo es porque sus constataciones son más visibles y permanentes: es la naturaleza y son los días los que constatan cómo suceden y cómo van a suceder las cosas. La vida del ciudadano (de ciudad) es mucho más volátil y apresurada; no es fácil saber qué puede ocurrir mañana y todo parece ser más provisional y variado. Nada demuestra, hasta aquí, que una versión sea mejor que la otra, por más que la tradición dé casi siempre el premio a la “alabanza de aldea”.
Tampoco sé muy bien hasta dónde alcanza la separación entre “campesinos” y “ciudadanos”. O, al menos, tengo para mí que no es la única variable que separa la escala de valores entre unos y otros la de vivir en el campo o en la ciudad. Las palabras de don Antonio Machado se cifran hace un siglo y hacen referencia a una tradición anclada en el pasado. Las relaciones físicas y sociales de ahora mismo acercan mucho las circunstancias de unos y de otros; los límites entre vivir en el campo o en la ciudad se han desdibujado y no es sencillo trazar una línea divisoria. Sospecho que variables como edad o nivel cultural también intervienen con fuerza y marcan separación y diferencia.
En todo caso, las diferencias siguen existiendo, sobre todo en sus últimos reductos, en aquellos que nos acercan a lo más esencial y a lo más escondido. Tal vez por eso -también en la imagen de Machado- recreamos al campesino más silencioso, simple y austero. Seguramente porque tiene que recluirse en sí mismo y en la naturaleza como interlocutor inmediato, y eso lo lleva a un grado de desconfianza y de apartamiento mayor que los del ciudadano.
¿Qué será para el campesino eso de conversaciones para intentar formar Gobierno si tiene la necesidad inmediata de tener que acudir a echar hierba al ganado, o tiene que arar porque se le pasan los días que marca el calendario del campo, por ejemplo? ¿Con quién va a comentar el último escándalo político si a él todo eso le queda demasiado lejos y en nada puede influir?
De esta escala de valores más personal y esencial surgen las prácticas diarias, las labores, los gozos y las sombras campesinas. Como las que desarrolla Machado en el espléndido romance de Alvargonzález.

No sé cuántos de estos aromas esenciales se conservan entre nuestros campesinos un siglo después ni si su formulación puede ser la misma. En el romance de Alvargonzález todo luce con esplendor, epifanía y hondura. Machado es siempre Machado.

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