Mis sonidos de infancia fueron
siempre naturales. No sé si porque cada edad tiene también sus sonidos o porque
mi contexto alcanzaba la naturaleza en toda su extensión y en toda su
sencillez.
Retorno con la imaginación a mis
primeros años y en ellos está el ruido del agua, del agua de los ríos de mi
pueblo, de los cinco ríos que nunca se agotaban; aunque el Quilama fuera de más
fuerza, el Alagón el de la lejanía, el Chico el más encogido, el Regato de
Frotas la conciencia de que también en el verano seguía existiendo la hendidura
del agua, y el río de la Palla, también en la lejanía y en el susurro. El ruido
del agua, del chapuzón en el Charco, de la lluvia resbalando en las laderas,
lavándolas y poniéndoles cara de fiesta, o el sonido monótono y pertinaz de la
lluvia de invierno rodando por las estrechas calles y repiqueteando en los
tejados, mientras los animales se escondían en las cuadras y las personas se
asomaban a mirar al cielo, en una mezcla de susto y de resignación.
Pero sonaban también las voces en
las calles, en la plaza y en los caminos que serpenteaban por las laderas de
las montañas, mientras llevaban y traían los zachos y las cestas hasta los
surcos de los huertos. Y se oían los gruñidos de la piara de cerdos y las
señales de las cabras cuando salían o llegaban en tumulto hasta las primeras
calles del pueblo, para después distribuirse ellas solas hasta sus respectivas
cuadras. Y el tañido de las campanas en horas señaladas, como advertencia
siempre desde lo alto y un ápice de respeto y miedo. O la voz del maestro
enseñando a los niños, frente a la voz más chillona de las niñas, en la clase
de enfrente. La voz de los abuelos, venida desde el fondo de los tiempos y
sentada en los poyos para contar historias a los niños. El agudo sonido de los
aros, del calvo y de los zancos. Y el sereno chisporroteo de las carboneras en
las noches de chozo…
Todos, todos sonidos naturales,
sin viciar y sin mezcla, con la inocencia viva y trasparente de lo amasado para
cocer el pan de cada día. Las mezclas y los ruidos restallantes vendrían después
acaso.
Sueño en los sonidos de la niñez
de mis hijos y en los de la niñez de mis nietos. Recuerdo y actualizo las de
mis hijos, aunque no las describo. Tampoco me parece que resulte muy mala
sinfonía, por más que los sonidos no respondan a los mismos contextos y la
naturaleza se haya afinado de otra manera. Y revivo, para juntarlos con los míos,
los sonidos de la niñez de mis nietos. Comparto con ellos un poquito de tiempo,
siempre menos del que me gustaría. Tampoco los contextos naturales son los
mismos, ni los medios tampoco.
Pero mezclo los tres y me sueño
jugando con sus cosas, mientras les dejo mis aros y mis zancos y ellos me dejan
que me anime con alguna de sus distracciones. Jugamos y jugamos en un juego sin
fin. Y ahora todos somos niños y nos llenamos de sonido y de tiempo, del olvido
del tiempo. Y todo nos acoge con un afinamiento de música callada, con esa música
callada en la que se sumerge la niñez de todos nosotros. Y yo sueño, y soñamos
todos como un solo sonido interminable. No hay escala de luz más verdadera.
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