De
nuevo hago recuento de mis lecturas del año 2015. Sigo con la costumbre de
anotar sus títulos, sus autores, el género al que pertenecen y, en forma de
asterisco, la nota que me merecen. La casualidad quiere que este año el número
sea redondito: exactamente 100 títulos, 100 obras de ensayo o de creación.
Comencé
con una obra de Tomás de Aquino y termino con un libro de poemas de Jesús Rodríguez
Cabañes. Por el medio, un reguero de libros muy variados y desiguales en mi
consideración. Sigo leyendo novelas de las populares, pero sigo observando que
cada día me convencen menos y que mis apetencias se inclinan más hacia el campo
de la creación poética y hacia el de la reflexión filosófica. Y la tendencia se
acentúa.
Todo
tiene sus causas, sus razones y sus consecuencias. Su exposición no cabe en
treinta líneas.
Sé
que, en un país en el que se lee poco, me sitúo en la parte más alta de la curva.
Tampoco esto es definitivo para nada o para casi nada. Si cada libro, por malo
que sea, siempre encierra alguna enseñanza, también es verdad que la vida
enseña de muy diversas maneras a quien se deje enseñar; pero no voy a ser yo
precisamente quien me queje de mi ritmo de lectura. Me siento satisfecho y no
tengo nada que ocultar, ni tengo que ir pidiendo perdón por las calles.
Como
el ritmo no es de un año sino de muchos, será verdad que buena parte de mi
cultura es libresca. No debo negarlo porque los números engañan poco. Sé, no
obstante, que hay muchos tipos de libros y, sobre todo, muchas maneras de
leerlos, desde la que apenas alcanza el nivel de la descripción, hasta la que
ahonda en la interpretación y en la aplicación de lo que el texto encierra. Ojalá
yo me situara en alguno de estos niveles últimos.
Creo
que puedo decir que, en alguna medida, he hecho de mi profesión la lectura;
antes por motivos profesionales y ahora por necesidad y por placer.
Confieso
mi disgusto por no poder compartir el contenido de muchas de las páginas que
pasan por mi cabeza; solo lo hago de tarde en tarde en esta ventana. Confío, no
obstante, en que su poso sí se deje entrever en las páginas que van completando
este largo diario que ya tiene más de quince años. Por ejemplo, puedo y debo
confesar que la principal fuente de inspiración para mi creación poética no está
en la calle (aunque procuro no olvidarla) sino en los libros; a ellos les debo
imágenes, concepciones, visiones, sobresaltos y calmas…, y siempre fogonazos
que me incitan a precisar mi visión personal acerca de muchos de los asuntos
que ellos desgranan.
El
primer derecho que concede la lectura es precisamente el de no ponerse a ello,
o sea, el de no leer. Una vez que no se quiere ejercer ese derecho de no leer,
lo demás ya me encamina hacia la costumbre y el placer de la lectura. Todo
camino tiene su práctica y toda costumbre es producto de la repetición y hasta
del automatismo. La lectura es costumbre gozosa y provechosa. La voy a seguir
practicando precisamente por el placer que me causa, y será ese placer el que
me marque la velocidad y la intensidad. A estas alturas, cuando me sienta
cansado, dejaré la lectura hasta que me vuelva a llamar a su lado para hacernos
compañía. Y serán uno, o cien, o los que tengan que ser, que poco me importa el
número si la cosecha es buena y jugosa.
Y
ahora, a leer.
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