Ah,
el libre albedrío, dices tú del libre albedrío…; nosotros, los curas, en esto
del libre albedrío lo tenemos muy complicado… Son palabras casi literales
pronunciadas por Cassen en la magistral película de José Luis Cuerda “Amanece,
que no es poco”. Allí se pronunciaban en tono jocoso y crítico hacia la
institución religiosa de la iglesia, pero sobre ese concepto han planeado horas
y horas de pensamiento y de reflexión filosófica y teológica. Sobre el concepto
del libre albedrío se asientan pirámides intelectuales, religiones enteras y
hasta concepciones filosóficas y políticas completas.
¿Será
verdad eso del libre albedrío? ¿Realmente el ser humano tiene poder para
dominar la conciencia, para discernir entre diversas posibilidades y para tomar
una decisión meditada, argumentada y razonada, por más que luego se revele
equivocada o acertada? Cualquier respuesta me parece arriesgada y comporta
consecuencias descorazonadoras. Sé que es una versión reducida la que aquí se
plantea, pero no difiere mucho de la que se puede explicar en un tratado de mil
páginas. Así que a lo esencial y dejémonos de detalles irrelevantes.
Si
la respuesta es positiva, ya me veo al ser humano cargando en sus débiles espaldas
con todo el peso de su historia, de la vida y de la muerte; lo veo convertido en
un dios menor o mayor, responsable absoluto de todo lo que se produce, se ha
producido y se producirá. No sé si su naturaleza anda preparada para tan pesada
carga.
Si
la respuesta es negativa, la pretendida dignidad humana y su situación por
encima del resto de los seres tan vez se resquebraje y nos sitúe a todos en un
nivel más normalito y desmitificado. Vaya por dios, otra vez más.
Lo
peor de todo esto (o lo mejor: vaya usted a saber) es que cualquier
descubrimiento hace al famoso libre albedrío cada vez más inverosímil. Y esto
¿por qué? Pues sencillamente porque estos descubrimientos vienen a decirnos
que, en realidad, es el cerebro el que decide por nosotros y que, antes de que
reflexionemos sosegadamente y tomemos conciencia de una situación determinada,
nuestro cerebro ya nos ha mandado instrucciones y nosotros andamos afanados en
obedecerlo para librarnos de algún peligro o para conseguir algún beneficio.
Tenemos tantas conductas automatizadas en nuestro proceder diario, que no
parecen quedar muchos resquicios para la toma de decisiones después del
razonamiento.
A
mi mente acuden las imágenes de recordada ocasión en la que salté más que
cualquier campeón olímpico ante la impresión de que algo se precipitaba sobre
mí, mientras yo leía tranquilamente en un banco y a la sombra de un álamo en la
ciudad de Ávila. Andaba yo como para el libre albedrío. Tal vez el ejemplo me
resulte algo caricaturizado, pero me sirve del todo.
Toda
la conciencia vendría a ser así como un adelanto de algo mucho más extenso y
amplio que se esconde en el desván de la inconsciencia y que no aguarda más que
una simple señal para salir a la arena de la vida y de la actividad. Qué cuadro
tan descorazonador: la inconsciencia dueña y señora de mis reacciones y de mi
vida…
Y,
sin embargo, de alguna forma habrá que haber llenado esa inconsciencia para que
actúe cuando lo tenga que hacer. La forma en la que se ha creado ese poso se
escapa entre los brazos del misterio y tal vez responda a una labor callada y
muy extensa en el tiempo. Son cosas del cerebro, y este aún sigue mostrándose
esquivo e indescifrable.
Mientras
tanto, esto del libre albedrío sigue planteándonos dificultades a todos: a los
curas, al ejército, y a cualquier ser humano. Tal vez como la mili. Porque “dices
tú de mili…”
1 comentario:
Es un placer leerte Antonio...hacía tiempo que no entraba en esta,tu casa, y siempre encuentro aquí humor sabio para esbozar una sonrisa, o trascendencia suficiente para ponerme a pensar, y que conste que lo hago por puro albedrío....jiji.
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