Enrique
vivía en la parte alta del pueblo, allí donde la última calleja daba salida
amplia a los huertos de la ladera por la que caían las aguas de la nieve
deshecha. Casi en la otra esquina, en una amplia casa de piedra bien labrada,
pasaba sus días Jacinto.
Los
dos iban a la misma clase y nunca se les vio separados, a pesar de que cada uno
poseía medios muy distintos para desarrollar sus juegos y sus caprichos. Hasta
sus dos familias se habían hecho a la idea de que el futuro estaba marcado para
ambos en el mismo camino.
Pero
el destino se cruzó con los más negros presagios. Era la salida de misa y, como
cada domingo, los muchachos del pueblo se juntaban en el patio y, al menor
descuido, se armaba el alboroto. Tal vez las muchachas tenían algo que ver pues
todas iban con sus mejores prendas y se mostraban como gallinas cluecas a la
vista de todos los muchachos. María se había incrustado dulcemente en los ojos
de Enrique y este no hacía las últimas semanas otra cosa que intentar atraer su
atención. Pero ese mismo era el trabajo de Jacinto desde que una tarde se la
cruzó de vuelta de la compra del pan y María lo miró con ojos abiertos y con
una lentitud desacostumbrada.
La
pelea fue brutal. De las manos se pasó a los pies; de estos a las piedras; y de
estas a las navajas. Nadie, ni los más forzudos entre los mayores, pudieron
hacer nada por poner algo de orden en el tumulto. Al final se quedaron solos en
medio del corro, que los contemplaba con mezcla de admiración, misterio y
sorpresa.
Los
dos contendientes quedaron muy malheridos. La sangre corrió por el suelo y fueron retirados entre la
consternación y la mala conciencia de los presentes.
Cerca
del puente, a la vista del agua que corría río abajo hacia el horizonte, Lorenzo
agonizaba lentamente, después de una larga vida y de una enfermedad también
larga y penosa.
El
pueblo se había quedado en silencio, como sobrecogido y sin saber cómo
reaccionar. Ahora se oían mejor los aullidos de los perros en las perreras y
hasta el silbido del viento en los tejados.
A
los dos días, cuando la tarde caía, las campanas tañeron desde la torre y
anunciaron la muerte con su sonido lento y alternado: un agudo, dos graves; un
agudo, dos graves. Lorenzo había pasado a mejor vida, desde la tranquilidad de
quien pensaba que se iría con el agua del río hacia lugares desconocidos donde se
decía que habitaban el descanso y la despreocupación.
Enrique
fue el primero que oyó las campanadas. Al segundo compás se echó a llorar y su
mente se fue hasta posarse al lado de Jacinto. Lo vio inmóvil, sobre una blanda
cama y creyó que la vida se le había ido también río abajo. Creció su pena y
creció su angustia. A las pocas horas murió abrazado por la pena, abatido por
la muerte de su amigo del alma
No
más de dos días duró Jacinto, también pensando que las campanas habían doblado
por la muerte de Enrique, con quien tanto había penado y gozado. Los dos brazos
de la muerte se cruzaron hasta enlazar con desigual fuerza a los dos amigos.
El
pueblo celebró el funeral de los dos jóvenes en la misma ceremonia. Llovía tenuemente. Dicen que las tumbas de uno y
otro suenan vacías en días alternos y que se ven fantasmas que cruzan el camino
entre una tumba y otra. Pero eso tal vez sea solo cosa de las malas lenguas.
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