Decididamente,
estamos condenados a entendernos. Un divulgador científico español resumía el
eje de la evolución con la imagen sencilla de un ser unicelular que se sentía
solo y se buscó la manera de gritar “¿quién anda ahí?” para asociarse e ir
formando otros seres más complejos hasta llegar al ser humano. No me parece mal
ejemplo. La soledad es el mal por excelencia y su curación nos obliga a
compartir tiempo, espacio, pensamiento y costumbres. Así nos hacemos más
complejos, más completos y más participativos Pero ni todo el tiempo, ni todos
los espacios, ni todo el pensamiento, ni todas las costumbres. La soledad
buscada es tal vez la más agradable compañía con uno mismo. Decía el poeta
Antonio Machado que “quien habla solo espera hablar con Dios un día”. Incluso
en la soledad se producen el diálogo y el intercambio.
Se
adivina, por tanto, la necesidad de marcar hitos, lindes y horarios de reparto.
Hay que dar con unos mínimos de convivencia y de ética civil. Y tal vez no haya
que darle demasiadas vueltas al asunto: los tenemos a la vista, los aceptamos
en la teoría y solo necesitamos hacer práctica continua de ellos, los tenemos
hasta negro sobre blanco, los hemos incorporado como referencia, aunque con
debilidad, a la hora de hacerlos realidad. Son los DERECHOS HUMANOS. ¿A qué
persona de los países llamados de cultura occidental se le ocurre poner en duda
el valor de estos derechos? Buscamos la forma de esquivarlos en nuestro egoísmo
personal y en nuestra interpretación exclusiva de la vida; pero aquí se trata
precisamente de evitar ese peligro, peligro que se ha descrito anteriormente. ¡Si
no son tan especiales, si todos se incluyen en la necesidad de respetar unos
derechos básicos de toda persona, por el sencillo hecho de ser persona, el
respeto a unos valores racionales no excluyentes y a una predisposición al
diálogo y a la participación, en la que tanto se viene insistiendo!
La
Declaración Universal de Derechos Humanos puede ser nuestro punto de partida.
En esa declaración se recogen los llamados derechos de primera generación.
Después de más de medio siglo, todos teníamos que tener en nuestro
subconsciente el poso que destilan tales principios, de tal manera que
deberíamos estar dispuestos a razonar desde ellos y para ellos, por más que ya
resulten axiomáticos. ¿O alguien que se atreva a refutar el derecho a la vida,
a la libertad de expresión y de reunión, al derecho a moverse libremente
(nuestra vieja Europa, por desgracia, cuestiona ahora mismo esto con la crisis de
los emigrantes), o de participación? Se lo podemos permitir a cualquiera,
porque no somos excluyentes, pero no se atrevería: quedaría muerto de vergüenza
desde el comienzo del razonamiento. Y otro tanto sucedería con los derechos
llamados de segunda generación, aquellos que acreditan los mínimos sociales,
culturales y económicos de todo hijo de vecino. Cuánto costó y sigue costando adquirirlos
y mantenerlos, pero no tanto declararlos como inalienables y como constitutivos
de la condición humana. El resto de Tratados no ha hecho otra cosa que ir
reafirmando este índice de derechos reconocidos. Enseguida se argüirá que la
realidad restringe su práctica. Es verdad, pero ya no tienen peso racional las
opiniones que los rechacen y no pueden ser admitidas en la comunidad por falta
de rigor racional. Aquí vuelve a encajar aquella afirmación de que NO todas las
opiniones son respetables, por supuesto que no. La razón, como se ve, nos
asiste; necesitamos la fuerza y las ganas de recordárnoslo cada día para frenar
cualquier intento de marcha atrás, todas esas noticias que a cada minuto nos
recuerdan que su práctica está en peligro casi continuo. La exigencia a
nosotros mismos y a las fuerzas representativas de la comunidad debe ser
continua y sin tregua.
La
Historia es un discurrir continuo y ahora nos hallamos en el acogimiento de los
derechos de tercera generación (medio ambiente, paz, calidad…). Los que
defendemos una ética personal y común de carácter civil deberíamos estar en la
vanguardia y empujar para hacer realidad y costumbre admitida por todos este
nuevo paquete de derechos y deberes que dignifican la vida de todos los seres
humanos cualquiera que sea su condición.
En
nuestra realidad más inmediata, la de esta ciudad en la que vivimos, los
principios son los mismos pues nuestra condición humana es idéntica. Será
fundamental buscar elementos y situaciones de aplicación positiva y evitar la
aplicación de los mismos en sentido restrictivo o negativo. Nos sustentan
principios comunes, nos aguarda una defensa y sobre todo una promoción positiva
de los derechos de todos, con todos y para todos. Y hay mucho que describir,
que evidenciar, que corregir y que mejorar. Eso sí que sería ponerle sustancia
a aquello de “En Béjar, por Béjar y para Béjar”. Por citar solo un caso de la
más avanzados: ¿Cuánto se puede moldear y mejorar en el maravilloso medio
ambiente que nos rodea?
Pero
de nuevo hay que recordar que o es tarea de todos o no es, al menos en el nivel
adecuado al desarrollo de una vida digna de ser vivida, como seres humanos
racionales. Sí, estamos condenados a entendernos.
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