lunes, 26 de octubre de 2015

POR UNA ÉTICA ¿BEJARANA) (VIII)


Decididamente, estamos condenados a entendernos. Un divulgador científico español resumía el eje de la evolución con la imagen sencilla de un ser unicelular que se sentía solo y se buscó la manera de gritar “¿quién anda ahí?” para asociarse e ir formando otros seres más complejos hasta llegar al ser humano. No me parece mal ejemplo. La soledad es el mal por excelencia y su curación nos obliga a compartir tiempo, espacio, pensamiento y costumbres. Así nos hacemos más complejos, más completos y más participativos Pero ni todo el tiempo, ni todos los espacios, ni todo el pensamiento, ni todas las costumbres. La soledad buscada es tal vez la más agradable compañía con uno mismo. Decía el poeta Antonio Machado que “quien habla solo espera hablar con Dios un día”. Incluso en la soledad se producen el diálogo y el intercambio.
Se adivina, por tanto, la necesidad de marcar hitos, lindes y horarios de reparto. Hay que dar con unos mínimos de convivencia y de ética civil. Y tal vez no haya que darle demasiadas vueltas al asunto: los tenemos a la vista, los aceptamos en la teoría y solo necesitamos hacer práctica continua de ellos, los tenemos hasta negro sobre blanco, los hemos incorporado como referencia, aunque con debilidad, a la hora de hacerlos realidad. Son los DERECHOS HUMANOS. ¿A qué persona de los países llamados de cultura occidental se le ocurre poner en duda el valor de estos derechos? Buscamos la forma de esquivarlos en nuestro egoísmo personal y en nuestra interpretación exclusiva de la vida; pero aquí se trata precisamente de evitar ese peligro, peligro que se ha descrito anteriormente. ¡Si no son tan especiales, si todos se incluyen en la necesidad de respetar unos derechos básicos de toda persona, por el sencillo hecho de ser persona, el respeto a unos valores racionales no excluyentes y a una predisposición al diálogo y a la participación, en la que tanto se viene insistiendo!
La Declaración Universal de Derechos Humanos puede ser nuestro punto de partida. En esa declaración se recogen los llamados derechos de primera generación. Después de más de medio siglo, todos teníamos que tener en nuestro subconsciente el poso que destilan tales principios, de tal manera que deberíamos estar dispuestos a razonar desde ellos y para ellos, por más que ya resulten axiomáticos. ¿O alguien que se atreva a refutar el derecho a la vida, a la libertad de expresión y de reunión, al derecho a moverse libremente (nuestra vieja Europa, por desgracia,  cuestiona ahora mismo esto con la crisis de los emigrantes), o de participación? Se lo podemos permitir a cualquiera, porque no somos excluyentes, pero no se atrevería: quedaría muerto de vergüenza desde el comienzo del razonamiento. Y otro tanto sucedería con los derechos llamados de segunda generación, aquellos que acreditan los mínimos sociales, culturales y económicos de todo hijo de vecino. Cuánto costó y sigue costando adquirirlos y mantenerlos, pero no tanto declararlos como inalienables y como constitutivos de la condición humana. El resto de Tratados no ha hecho otra cosa que ir reafirmando este índice de derechos reconocidos. Enseguida se argüirá que la realidad restringe su práctica. Es verdad, pero ya no tienen peso racional las opiniones que los rechacen y no pueden ser admitidas en la comunidad por falta de rigor racional. Aquí vuelve a encajar aquella afirmación de que NO todas las opiniones son respetables, por supuesto que no. La razón, como se ve, nos asiste; necesitamos la fuerza y las ganas de recordárnoslo cada día para frenar cualquier intento de marcha atrás, todas esas noticias que a cada minuto nos recuerdan que su práctica está en peligro casi continuo. La exigencia a nosotros mismos y a las fuerzas representativas de la comunidad debe ser continua y sin tregua.
La Historia es un discurrir continuo y ahora nos hallamos en el acogimiento de los derechos de tercera generación (medio ambiente, paz, calidad…). Los que defendemos una ética personal y común de carácter civil deberíamos estar en la vanguardia y empujar para hacer realidad y costumbre admitida por todos este nuevo paquete de derechos y deberes que dignifican la vida de todos los seres humanos cualquiera que sea su condición.
En nuestra realidad más inmediata, la de esta ciudad en la que vivimos, los principios son los mismos pues nuestra condición humana es idéntica. Será fundamental buscar elementos y situaciones de aplicación positiva y evitar la aplicación de los mismos en sentido restrictivo o negativo. Nos sustentan principios comunes, nos aguarda una defensa y sobre todo una promoción positiva de los derechos de todos, con todos y para todos. Y hay mucho que describir, que evidenciar, que corregir y que mejorar. Eso sí que sería ponerle sustancia a aquello de “En Béjar, por Béjar y para Béjar”. Por citar solo un caso de la más avanzados: ¿Cuánto se puede moldear y mejorar en el maravilloso medio ambiente que nos rodea?

Pero de nuevo hay que recordar que o es tarea de todos o no es, al menos en el nivel adecuado al desarrollo de una vida digna de ser vivida, como seres humanos racionales. Sí, estamos condenados a entendernos.

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