Pero
más allá -y, si se me permite, más acá- de los principios, se halla la realidad
machacona de cada día, una realidad múltiple y muy desigual. José Antonio
Marina, filósofo y educador, afirmaba, con sentido común, que educar es cosa de
la tribu. Trataba de hacer ver con esta expresión que todos debemos estar
involucrados en la configuración de ese camino que llamamos educación.
Ya
se ha recordado aquí que la educación no es solo la que se concreta en las
escuelas sino todo el entramado que teje la vida social de todos nosotros a lo
largo de la vida. Resulta evidente que, aunque la educación -y su realización
en los comportamientos éticos y morales- es cosa de todos, hay factores que
ejercen una influencia superior a los demás: amigos, publicidad, modas, medios
de comunicación… Si no se controla el peligro, también aquí estamos en el
camino de nuevas tiranías morales y de costumbres. Frente a ese peligro debemos
ponernos en guardia si queremos la realización de una ética cívica
participativa por la que venimos abogando. Por eso la necesidad de unos
principios, de unos valores y de unos usos que orienten nuestra actividad. La
libertad de la diversidad no puede ser confundida ni con el caos ni con la
falta de esos mínimos imprescindibles, los que nos sostienen en una sociedad
democrática, plural pero estructurada.
Resulta
fantástico que cada ser humano se haga cargo de su plan de vida, que, desde su
responsabilidad y libertad, trace su camino personal. Pero no podemos
arriesgarnos a que cada uno de nosotros tenga que descubrir el fuego. Tampoco
en lo que se refiere a los valores morales podemos partir de cero y estar todo
el tiempo cayéndonos y levantándonos. Lo que está conseguido y aceptado por
todos como algo elemental ya no puede tener vuelta atrás en la dignidad humana.
¿Qué éxito puede tener el que, a estas alturas, se plantee el valor de los
derechos humanos, por ejemplo? Ha costado demasiado esfuerzo y tiempo como para
volver a darle vueltas con pasos hacia atrás. Lo han formulado teóricamente los
pensadores más sesudos, lo han recogido los tratados más importantes y han
visto alguno de sus logros los que lo han practicado en comunidades abiertas y
democráticas. No, no hay vuelta atrás: nuestra ética, la ética civil en una
comunidad democrática y participativa se asienta en unos valores consolidados y
tiene que mirar al futuro para procurar mejorar y ampliar esa escala de
derechos y de deberes. Nadie puede gastar tiempo y esfuerzos en divagaciones
acerca de si uno tiene derecho a la vida, a la expresión libre y educada de las
ideas, a la circulación, a…, a todos esos derechos consolidados que llamamos
primera, segunda y tercera generación. La discusión participativa debe comenzar
en ese nivel y nunca más abajo, el diálogo exigible en este tipo de ética
cívica tiene que dar por descontadas estas realidades.
Es
verdad que la práctica diaria nos enseña que hay aún demasiadas reticencias por
parte de demasiados ciudadanos y de grupos de poder que, en nombre de una
pretendida libertad individual y de una defendida dificultad para llegar a
acuerdos comunes en materia ética y moral, siguen empeñados en desfigurar ese
ramillete de principios ya consolidados en la teoría y, sobre todo, en el
sentido común de todo ser de buena voluntad. A partir de este nivel, todo puede
y debe ser discutido, todo ha de ser puesto en la picota. La participación sana
y en igualdad de condiciones nos llevará fácilmente a la convicción personal y
colectiva para ajustar otros usos éticos aún no consolidados. Para ello -una
vez más- se anuncia como irrenunciable la educación de todo individuo y la
inversión personal y colectiva en todos los esfuerzos posibles que sitúen a
cada ciudadano en igualdad de condiciones en la participación, en la discusión
y en el intento de convicción ante los demás para justificar usos y libertades,
tanto en el ámbito más cercano como en el universal.
Trasladar
estas tasas de exigencia a la conciencia personal y a la colectiva es labor de
nuevo de todos nosotros, no solo de los poderes públicos, aunque a estos se les
debe exigir siempre que favorezcan las condiciones para que ello se produzca.
Por más que ellos pierdan poder y protagonismo. No queremos salvadores de nada
ni de nadie: tenemos que salvarnos todos a todos y cada uno a sí mismo. Solo
pedimos igualdad de condiciones y respeto a esos principios que reflejan los
derechos y deberes esenciales para el desarrollo digno de cualquier ser humano.
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