martes, 27 de octubre de 2015

POR UNA ÉTICA ¿BEJARANA? (IX)


Pero más allá -y, si se me permite, más acá- de los principios, se halla la realidad machacona de cada día, una realidad múltiple y muy desigual. José Antonio Marina, filósofo y educador, afirmaba, con sentido común, que educar es cosa de la tribu. Trataba de hacer ver con esta expresión que todos debemos estar involucrados en la configuración de ese camino que llamamos educación.
Ya se ha recordado aquí que la educación no es solo la que se concreta en las escuelas sino todo el entramado que teje la vida social de todos nosotros a lo largo de la vida. Resulta evidente que, aunque la educación -y su realización en los comportamientos éticos y morales- es cosa de todos, hay factores que ejercen una influencia superior a los demás: amigos, publicidad, modas, medios de comunicación… Si no se controla el peligro, también aquí estamos en el camino de nuevas tiranías morales y de costumbres. Frente a ese peligro debemos ponernos en guardia si queremos la realización de una ética cívica participativa por la que venimos abogando. Por eso la necesidad de unos principios, de unos valores y de unos usos que orienten nuestra actividad. La libertad de la diversidad no puede ser confundida ni con el caos ni con la falta de esos mínimos imprescindibles, los que nos sostienen en una sociedad democrática, plural pero estructurada.
Resulta fantástico que cada ser humano se haga cargo de su plan de vida, que, desde su responsabilidad y libertad, trace su camino personal. Pero no podemos arriesgarnos a que cada uno de nosotros tenga que descubrir el fuego. Tampoco en lo que se refiere a los valores morales podemos partir de cero y estar todo el tiempo cayéndonos y levantándonos. Lo que está conseguido y aceptado por todos como algo elemental ya no puede tener vuelta atrás en la dignidad humana. ¿Qué éxito puede tener el que, a estas alturas, se plantee el valor de los derechos humanos, por ejemplo? Ha costado demasiado esfuerzo y tiempo como para volver a darle vueltas con pasos hacia atrás. Lo han formulado teóricamente los pensadores más sesudos, lo han recogido los tratados más importantes y han visto alguno de sus logros los que lo han practicado en comunidades abiertas y democráticas. No, no hay vuelta atrás: nuestra ética, la ética civil en una comunidad democrática y participativa se asienta en unos valores consolidados y tiene que mirar al futuro para procurar mejorar y ampliar esa escala de derechos y de deberes. Nadie puede gastar tiempo y esfuerzos en divagaciones acerca de si uno tiene derecho a la vida, a la expresión libre y educada de las ideas, a la circulación, a…, a todos esos derechos consolidados que llamamos primera, segunda y tercera generación. La discusión participativa debe comenzar en ese nivel y nunca más abajo, el diálogo exigible en este tipo de ética cívica tiene que dar por descontadas estas realidades.
Es verdad que la práctica diaria nos enseña que hay aún demasiadas reticencias por parte de demasiados ciudadanos y de grupos de poder que, en nombre de una pretendida libertad individual y de una defendida dificultad para llegar a acuerdos comunes en materia ética y moral, siguen empeñados en desfigurar ese ramillete de principios ya consolidados en la teoría y, sobre todo, en el sentido común de todo ser de buena voluntad. A partir de este nivel, todo puede y debe ser discutido, todo ha de ser puesto en la picota. La participación sana y en igualdad de condiciones nos llevará fácilmente a la convicción personal y colectiva para ajustar otros usos éticos aún no consolidados. Para ello -una vez más- se anuncia como irrenunciable la educación de todo individuo y la inversión personal y colectiva en todos los esfuerzos posibles que sitúen a cada ciudadano en igualdad de condiciones en la participación, en la discusión y en el intento de convicción ante los demás para justificar usos y libertades, tanto en el ámbito más cercano como en el universal.

Trasladar estas tasas de exigencia a la conciencia personal y a la colectiva es labor de nuevo de todos nosotros, no solo de los poderes públicos, aunque a estos se les debe exigir siempre que favorezcan las condiciones para que ello se produzca. Por más que ellos pierdan poder y protagonismo. No queremos salvadores de nada ni de nadie: tenemos que salvarnos todos a todos y cada uno a sí mismo. Solo pedimos igualdad de condiciones y respeto a esos principios que reflejan los derechos y deberes esenciales para el desarrollo digno de cualquier ser humano.

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