jueves, 22 de octubre de 2015

POR UNA ÉTICA ¿BEJARANA? (IV)


Ese modelo que venimos anunciando en las entradas anteriores tiene que ir siendo concretado una vez que podemos estar de acuerdo en la necesidad de su existencia y en la conveniencia que tiene para nosotros y para las generaciones que nos sucedan.
La Historia es una suma de sucesos que se mezclan sin solución de continuidad y que, desde el pasado, nos configura y explica las circunstancias de nuestro presente. Conocerla en sus grandes rasgos es tanto como entender en qué medida somos como somos y cuál es la línea de progresión o de regresión en la que nos encontramos. También para nuestra moral y para nuestra ética.
La Edad Media -por no remontarnos más atrás- vive una sociedad que llamamos feudal porque existían feudos y vasallaje entre los nobles y los vasallos. El noble era dueño de todo y de todos, organizaba la vida y protegía a su manera a la comunidad. Escasa o nula era la participación de la persona de a pie. La ética le venía impuesta por la descripción y por la interpretación que de la realidad hacían tanto los nobles como la iglesia.
Pero del feudalismo pasamos a la Era Moderna, al Despotismo Ilustrado, a la Revolución Industrial y a todos los movimientos sociales, religiosos y laborales del S XX. En la ciudad de Béjar, el estatus medieval se ve alargado penosamente por la situación especial de dominio y de dependencia de la casa ducal, de tal manera que, por una parte existe un proceso en avanzadilla del desarrollo industrial textil, pero, por otra, asistimos a una perduración casi infinita de vasallaje y de sometimiento a esa casa, sometimiento que dura realmente hasta casi 1868. Esta especie de contradicción, que se repetirá con bastante semejanza en el S XX, explica seguramente buena parte de los comportamientos sociales de la ciudad.
En todo caso, lo que aquí nos importa es comprobar el paso de un feudalismo a un despotismo ilustrado y a una participación ciudadana cada vez más activa, de tal manera que podemos decir que pasamos de la condición de súbditos o vasallos a la de verdaderos ciudadanos, en tanto que participantes de la ciudad y de la res pública, de las leyes y del desarrollo de la vida.
Esta implicación progresiva nos ha concedido no solo la categoría de ciudadanos, sino que ha traído implícita la condición de ciudadanos en el sentido político pero también en el sentido ético y moral. Si se quiere decir con otras palabras, nos hemos convertido en sujetos de derechos y también de deberes, individuales y sociales. Ya no nos sirve, como hacían los vasallos por obligación, dejar todo ni en las manos de Dios ni menos en las de los señores, nobles o eclesiásticos; ahora tenemos que coger el toro por los cuernos y hacernos dueños de nuestros propios destinos, tenemos que tomar decisiones que implican consecuencias individuales y colectivas y no podemos escondernos.
Enseguida aparece el peligro de depositar nuestra voluntad en manos de algunas personas para que gestionen nuestras necesidades, tanto económicas como religiosas, sociales o de convivencia. Entonces estamos desistiendo de nuestra propia libertad, de nuestra dignidad de seres humanos, para convertirnos en seres pasivos y hasta abúlicos. De hecho, en nuestras sociedades muchos se limitan a votar en algunas consultas y se olvidan hasta la próxima ocasión esperando que los representantes solucionen todo. Es esta una actitud impropia de seres con capacidad para reflexionar y para actuar en consecuencia. Es como si, de otra manera, volviéramos a aquello mismo de la Edad Media. En esos casos, no hacemos otra cosa que contribuir a la existencia de una ética y de una moral únicas, las que conforman los grupos que ostentan el poder, el económico, el religioso o el político. El peligro de dictadura política o religiosa es inminente, el estado paternalista o el dios misterioso se apoderan de nuestras voluntades y nosotros nos convertimos en seres pasivos y no en ciudadanos críticos.
Quizás para darle carta de naturaleza a esos derechos que ya se consideran inalienables, que no se pueden dejar en manos de otros y que exigen nuestra participación activa, nacieron las grandes declaraciones: Declaración Universal de los Derechos Humanos, Tratados Internacionales, Acuerdos, Cortes de Justicia…
Las comunidades pequeñas son cada día más un reflejo de la comunidad más extensa. También la de Béjar, con sus peculiaridades y con sus datos específicos añadidos. También aquí hemos pasado de vasallos y súbditos a ciudadanos políticos y morales. ¿O no? Nuestro Tratado más específico es el compuesto por todas aquellas Ordenanzas que regulan nuestra participación. Y lo es nuestro presupuesto anual, y lo son nuestras costumbres y nuestros usos. En todos ellos se vuelve a ver la necesidad de la participación de todos para configurar una convivencia amable, pacífica y positiva.

Se entenderá fácilmente que, en esta participación de voluntades diversas, se adivine la presencia de una ética y de una moral que ya no pueden ser ni únicas ni exclusivas, sino plurales, respetuosas y de mínimos.

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