Ese
modelo que venimos anunciando en las entradas anteriores tiene que ir siendo
concretado una vez que podemos estar de acuerdo en la necesidad de su
existencia y en la conveniencia que tiene para nosotros y para las generaciones
que nos sucedan.
La
Historia es una suma de sucesos que se mezclan sin solución de continuidad y
que, desde el pasado, nos configura y explica las circunstancias de nuestro
presente. Conocerla en sus grandes rasgos es tanto como entender en qué medida
somos como somos y cuál es la línea de progresión o de regresión en la que nos
encontramos. También para nuestra moral y para nuestra ética.
La
Edad Media -por no remontarnos más atrás- vive una sociedad que llamamos feudal
porque existían feudos y vasallaje entre los nobles y los vasallos. El noble
era dueño de todo y de todos, organizaba la vida y protegía a su manera a la
comunidad. Escasa o nula era la participación de la persona de a pie. La ética
le venía impuesta por la descripción y por la interpretación que de la realidad
hacían tanto los nobles como la iglesia.
Pero
del feudalismo pasamos a la Era Moderna, al Despotismo Ilustrado, a la
Revolución Industrial y a todos los movimientos sociales, religiosos y
laborales del S XX. En la ciudad de Béjar, el estatus medieval se ve alargado
penosamente por la situación especial de dominio y de dependencia de la casa
ducal, de tal manera que, por una parte existe un proceso en avanzadilla del
desarrollo industrial textil, pero, por otra, asistimos a una perduración casi
infinita de vasallaje y de sometimiento a esa casa, sometimiento que dura
realmente hasta casi 1868. Esta especie de contradicción, que se repetirá con
bastante semejanza en el S XX, explica seguramente buena parte de los
comportamientos sociales de la ciudad.
En
todo caso, lo que aquí nos importa es comprobar el paso de un feudalismo a un
despotismo ilustrado y a una participación ciudadana cada vez más activa, de
tal manera que podemos decir que pasamos de la condición de súbditos o vasallos
a la de verdaderos ciudadanos, en tanto que participantes de la ciudad y de la
res pública, de las leyes y del desarrollo de la vida.
Esta
implicación progresiva nos ha concedido no solo la categoría de ciudadanos,
sino que ha traído implícita la condición de ciudadanos en el sentido político
pero también en el sentido ético y moral. Si se quiere decir con otras palabras,
nos hemos convertido en sujetos de derechos y también de deberes, individuales
y sociales. Ya no nos sirve, como hacían los vasallos por obligación, dejar
todo ni en las manos de Dios ni menos en las de los señores, nobles o
eclesiásticos; ahora tenemos que coger el toro por los cuernos y hacernos
dueños de nuestros propios destinos, tenemos que tomar decisiones que implican
consecuencias individuales y colectivas y no podemos escondernos.
Enseguida
aparece el peligro de depositar nuestra voluntad en manos de algunas personas
para que gestionen nuestras necesidades, tanto económicas como religiosas,
sociales o de convivencia. Entonces estamos desistiendo de nuestra propia
libertad, de nuestra dignidad de seres humanos, para convertirnos en seres
pasivos y hasta abúlicos. De hecho, en nuestras sociedades muchos se limitan a
votar en algunas consultas y se olvidan hasta la próxima ocasión esperando que
los representantes solucionen todo. Es esta una actitud impropia de seres con
capacidad para reflexionar y para actuar en consecuencia. Es como si, de otra
manera, volviéramos a aquello mismo de la Edad Media. En esos casos, no hacemos
otra cosa que contribuir a la existencia de una ética y de una moral únicas,
las que conforman los grupos que ostentan el poder, el económico, el religioso
o el político. El peligro de dictadura política o religiosa es inminente, el
estado paternalista o el dios misterioso se apoderan de nuestras voluntades y
nosotros nos convertimos en seres pasivos y no en ciudadanos críticos.
Quizás
para darle carta de naturaleza a esos derechos que ya se consideran
inalienables, que no se pueden dejar en manos de otros y que exigen nuestra
participación activa, nacieron las grandes declaraciones: Declaración Universal
de los Derechos Humanos, Tratados Internacionales, Acuerdos, Cortes de Justicia…
Las
comunidades pequeñas son cada día más un reflejo de la comunidad más extensa.
También la de Béjar, con sus peculiaridades y con sus datos específicos
añadidos. También aquí hemos pasado de vasallos y súbditos a ciudadanos
políticos y morales. ¿O no? Nuestro Tratado más específico es el compuesto por
todas aquellas Ordenanzas que regulan nuestra participación. Y lo es nuestro
presupuesto anual, y lo son nuestras costumbres y nuestros usos. En todos ellos
se vuelve a ver la necesidad de la participación de todos para configurar una
convivencia amable, pacífica y positiva.
Se
entenderá fácilmente que, en esta participación de voluntades diversas, se
adivine la presencia de una ética y de una moral que ya no pueden ser ni únicas
ni exclusivas, sino plurales, respetuosas y de mínimos.
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