martes, 20 de octubre de 2015

POR UNA ÉTICA ¿BEJARANA? (II)




Supongo que más de uno pondrá el grito en el cielo arguyendo que ya está bien con eso de la ética y con que, en tiempos posmodernos como estos, mejor es dejar libre la voluntad y la obra de cada uno, siempre que no moleste a los demás. Como hacía aquel presidente de Gobierno cuando se preguntaba retóricamente por quién le tenía que decir a él cuántas copas tenía que beber y a qué velocidad tenía que conducir.
Pues es que el asunto es precisamente la búsqueda de algunos mínimos que nos permitan la convivencia y el aporte personal desde unas bases sólidas de convivencia; o sea, que se buscan esos mínimos éticos para favorecer al individuo y para  no perdernos en el laberinto ni en el caos.
 Un elemental repaso de la Historia nos da cuenta de que hemos pasado por diversas etapas de convivencia, desde la familia de las cavernas o las tribus de la selva, pasando por los diversos pueblos separados, hasta esta democracia participativa en la que deberíamos encontrarnos ahora.
Algunos siguen hablando de pueblos aislados y específicos, y de una democracia de pueblos. Todo tiene encaje en un espacio y en un tiempo, pero en esta aldea global, mejor sería hablar de democracias de masas. Esto no es el ágora griega, por más que tanto la admiremos; hablamos de una situación muy distinta, con unos condicionamientos muy diferentes. La intercomunicación entre todos los individuos de una comunidad poco se compadece con la historia de otros momentos en los que las clases sociales o la iglesia interpretaban y ordenaban de manera unívoca la realidad. Muchos restos quedan de ello, pero ya nadie puede dudar de que existen otros agentes que tienen mucho que decir: en realidad, los agentes somos todos. O deberíamos ser todos, porque no está tan claro que así sea.
De este modo, la condición básica y fundamental para la consecución y para la descripción de una ética o de una moral colectiva es precisamente la voluntad de todos de quererla y de participar para organizarla y activarla. Sin esa primera voluntad, la luz no podrá resplandecer y seguirá escondida debajo del celemín. Todas las fuerzas individuales o sociales que nos empujen a la solución particular e individual en poco contribuirán a que resplandezca ese índice de comportamiento sin el cual el individuo no se encuentra con su semejante en proximidad y en igualdad de oportunidades. Y hablamos siempre de unos mínimos, de esos elementos básicos sin los cuales la comunidad puede recibir otros apelativos, pero no el de humana.
Conviene, pues, descubrir qué fuerzas son las que empujan en un sentido y cuáles lo hacen en otro; cuáles dificultan y cuáles favorecen el descubrimiento de esa ética social y participativa de mínimos que necesitamos para una convivencia humanizada y de animales superiores e inteligentes.
Todas las personas y todos los colectivos pueden aportar elementos para esa convivencia; a todos sería bueno que los escucháramos. Del mismo modo, todos deben y debemos exigir un espacio para los deseos y para el desarrollo de aquellos elementos que no sean comunes y que faciliten la realización personal y de grupo de cada uno. En el camino seguro que nos encontraremos con dificultades, porque las concepciones y hasta los principios no son los mismos. Por ello conviene reflexionar y deslindar conceptos  e imposiciones hasta ver cuáles merece que destaquemos y cuáles deben quedar en el ámbito particular. Al fin y al cabo, articular estas disensiones es la cuadratura del círculo, pero es el eje y el termómetro de una convivencia más racional, más participativa y de mejor calidad para todos.
No es bueno pensar que esto de la ética y de la moral es cosa de los centros educativos o de los templos; su descripción y su aplicación ocupan a todos, afecta a todos y debe ser tarea de todos.

Y no se trata aquí ni de moral individual, ni por supuesto religiosa, tampoco de ideologías políticas concretas (de partido), sino de la búsqueda de los principios en los que se puede asentar el comportamiento de una sociedad más justa.

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