Supongo
que más de uno pondrá el grito en el cielo arguyendo que ya está bien con eso
de la ética y con que, en tiempos posmodernos como estos, mejor es dejar libre
la voluntad y la obra de cada uno, siempre que no moleste a los demás. Como
hacía aquel presidente de Gobierno cuando se preguntaba retóricamente por quién
le tenía que decir a él cuántas copas tenía que beber y a qué velocidad tenía
que conducir.
Pues es que el asunto es precisamente la búsqueda de algunos mínimos que nos
permitan la convivencia y el aporte personal desde unas bases sólidas de
convivencia; o sea, que se buscan esos mínimos éticos para favorecer al
individuo y para no perdernos en el
laberinto ni en el caos.
Un elemental repaso de la Historia nos da
cuenta de que hemos pasado por diversas etapas de convivencia, desde la familia
de las cavernas o las tribus de la selva, pasando por los diversos pueblos
separados, hasta esta democracia participativa en la que deberíamos
encontrarnos ahora.
Algunos
siguen hablando de pueblos aislados y específicos, y de una democracia de
pueblos. Todo tiene encaje en un espacio y en un tiempo, pero en esta aldea
global, mejor sería hablar de democracias de masas. Esto no es el ágora griega,
por más que tanto la admiremos; hablamos de una situación muy distinta, con
unos condicionamientos muy diferentes. La intercomunicación entre todos los
individuos de una comunidad poco se compadece con la historia de otros momentos
en los que las clases sociales o la iglesia interpretaban y ordenaban de manera
unívoca la realidad. Muchos restos quedan de ello, pero ya nadie puede dudar de
que existen otros agentes que tienen mucho que decir: en realidad, los agentes
somos todos. O deberíamos ser todos, porque no está tan claro que así sea.
De
este modo, la condición básica y fundamental para la consecución y para la
descripción de una ética o de una moral colectiva es precisamente la voluntad
de todos de quererla y de participar para organizarla y activarla. Sin esa
primera voluntad, la luz no podrá resplandecer y seguirá escondida debajo del
celemín. Todas las fuerzas individuales o sociales que nos empujen a la
solución particular e individual en poco contribuirán a que resplandezca ese
índice de comportamiento sin el cual el individuo no se encuentra con su
semejante en proximidad y en igualdad de oportunidades. Y hablamos siempre de
unos mínimos, de esos elementos básicos sin los cuales la comunidad puede
recibir otros apelativos, pero no el de humana.
Conviene,
pues, descubrir qué fuerzas son las que empujan en un sentido y cuáles lo hacen
en otro; cuáles dificultan y cuáles favorecen el descubrimiento de esa ética
social y participativa de mínimos que necesitamos para una convivencia
humanizada y de animales superiores e inteligentes.
Todas
las personas y todos los colectivos pueden aportar elementos para esa
convivencia; a todos sería bueno que los escucháramos. Del mismo modo, todos
deben y debemos exigir un espacio para los deseos y para el desarrollo de
aquellos elementos que no sean comunes y que faciliten la realización personal
y de grupo de cada uno. En el camino seguro que nos encontraremos con dificultades,
porque las concepciones y hasta los principios no son los mismos. Por ello
conviene reflexionar y deslindar conceptos
e imposiciones hasta ver cuáles merece que destaquemos y cuáles deben
quedar en el ámbito particular. Al fin y al cabo, articular estas disensiones
es la cuadratura del círculo, pero es el eje y el termómetro de una convivencia
más racional, más participativa y de mejor calidad para todos.
No
es bueno pensar que esto de la ética y de la moral es cosa de los centros
educativos o de los templos; su descripción y su aplicación ocupan a todos,
afecta a todos y debe ser tarea de todos.
Y
no se trata aquí ni de moral individual, ni por supuesto religiosa, tampoco de
ideologías políticas concretas (de partido), sino de la búsqueda de los principios
en los que se puede asentar el comportamiento de una sociedad más justa.
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