Supongo que
en estos días de asueto general, alguien habrá quedado de guardia pensando en
cómo hacer frente a la mayor dificultad que se le ha presentado a esta piel de
toro peninsular en las últimas tres centurias, exceptuando tal vez las guerras.
Se trata del asunto catalán y todas sus implicaciones y consecuencias. La
suerte parece que está echada y las cartas andan repartidas para empezar a
pujar, a envidar y a echar órdago a todos los palos del mus.
Ojalá la
solución sea la mejor para todos, aunque no parece que el horizonte se muestre
limpio sino lleno de nubes que amenazan tormenta.
El asunto
viene de lejos y la cuerda se ha estirado tantas veces, que, ahora, cualquier
descuido la rompe en trozos. Las leyes regulan la convivencia de las
comunidades, pero solo lo pueden hacer de manera satisfactoria cuando esa
convivencia existe con anterioridad y los individuos que componen esa comunidad
se han mostrado conformes y hasta ilusionados en hacer efectiva una sociedad de
intereses y de ilusiones. De otra manera, el derecho es solo imposición y poco
soluciona a largo plazo. No hay pueblo que se mueva si no es con alguna ilusión
común, con algún proyecto colectivo y sin algo de orgullo por pertenecer a esa
sociedad. Y todo esto se logra en el día a día, en la suma de pequeñas cosas,
en la valoración de los símbolos, en la explicación común de la historia, en algunas
prácticas compartidas con calor…
La historia
de esta piel de toro más bien da muestras continuas de todo lo contrario. Aquí
todos hemos sacado pecho en la separación y nos hemos alegrado poco en lo
común. Hemos formado poca sociedad, poca historia común. Hemos atizado
continuamente el fuego de lo particular y de la distinción, de lo singular
frente a lo más amplio y general. Y no habría muchas posibilidades de
contrarrestar estos hechos si los que los practican lo hicieran con serenidad y
sin exclusiones, con un poco de humildad y sin demasiadas exhibiciones. ¿Quién
puede entrar en los sentimientos de cada uno?
Pero no es
menos cierto que todo se cultiva o se deja en baldío, se enciende o se apaga,
se agranda o se empequeñece, se idealiza o se vulgariza, se transforma en
aristocrático o en mostrenco y grosero. En términos jurídicos, se podría decir
que la costumbre termina haciendo ley natural colectiva, esa que luego acoge
sin dificultad los preceptos de la ley positiva si se ajusta a desarrollar la
primera.
Lo contrario
es más complicado, pues, desde la ley, resulta difícil la imposición
antinatural. El período de transformación de la ley en costumbre, de ver algo
extraño como algo espontáneo en lo que la conciencia de esa imposición se haya
perdido, resulta mucho más largo y siempre deja un poso de desconfianza entre
los ciudadanos.
Cada cual
tendrá que examinar su función y tendrá que dar cuentas de la actitud que haya
mantenido, no ahora, sino durante todo el pasado.
Nunca he
comprendido los nacionalismos, pero tampoco los quiero negar, sobre todo si el
sentimiento es espontáneo y no forzado, si no es producto de resentimientos y
mucho menos de episodios mal entendidos y peor explicados. A nadie se le puede
obligar a sentarse a una mesa en la que no quiere participar. Pero, si me
excluyen, tampoco pueden pedirme que me alegre y que baile la sardana. La
sociedad, o la hacemos desde la buena voluntad y desde el empeño común, desde
un futuro compartido con alegría y sin reticencias, o lo dejamos para mejor
ocasión.
La estrategia
es siempre ocasional, pertenece a las soluciones momentáneas. No sé en qué
estarán pensando los estrategas de uno y otro bando. La sociedad se construye
día a día y tiene plazos largos y mucho más fructíferos; y esa la tenemos que
construir entre todos desde la convivencia positiva. Andan los tiempos
revueltos para casar las dos posibilidades. Veremos.
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