viernes, 10 de julio de 2015

EL PARQUE DE LAS ONCE



La fotografía es móvil porque el paseante se mueve y gira; lo hace en sentido contrario a las agujas del reloj. Pero, a la vez, parece estática, porque se queda quieta en un tiempo, en esa hora de la noche en la que la decisión es última y no hay vacilación: o se dedica el cuerpo al descanso casero y al sueño, o se mezclan el ánimo y la brisa para salir a pisar las aceras casi solitarias.
Son las once de la noche y el paseante se dirige hacia el parque, el Parque por excelencia, el que no necesita adjetivos que lo identifiquen ni que lo especialicen en nada. Las primeras aceras están semivacías de gente y las calles apenas soportan ni ruedas ni ruidos de coches en su asfalto: apenas algún joven cruza con todo el espacio y la libertad de velocidad y de molestia a su servicio. Dos personas apuran los últimos sorbos y palabras en un bar del que sale la voz de una televisión alzada en la pared y solitaria. La Corredera se ofrece, al volver la esquina, silenciosa y amplia. Luces tenues en las farolas y una terraza al fondo a la derecha en la que algún cliente deja pasar el rato son muestra de la débil actividad hotelera de esta ciudad estrecha, al menos a estas horas.
Pero el paseante va hacia el Parque, a cumplir su costumbre casi ritual de aspirar el aroma de la brisa, a charlar un rato y dar cumplida cuenta del refrán que aconseja “pasear la cena” para cumplir un mejor descanso. Y el Parque está ahí, con su vida propia y específica a la vez, la vida de las once de la noche, que en poco se parece a la de otras horas del día o de la noche.
El paseante siempre ha visto los parques como un espacio estático en el que los árboles y las flores permanecen inmóviles pero deseosos de acompañar a las personas que por ellos pasean y se mueven. Tal vez tengan que contentarse con almacenar en sus cortezas, en sus troncos y en sus ramas los regueros de palabras y de ideas que las gentes van dejando a su paso entre ellos. Ese diálogo mudo solo permite al árbol ser testigo sin voz y sin palabra.
Los parques son su interior y su exterior, su vida personal y los espacios que ofrecen a sus costados. La vida bulle fuera y el parque, cualquier parque, se reserva su vida personal y singular.
El Parque de Béjar se abrocha todo el año con calles y con coches, en un cinturón nada original pues en él son los actores los ruidos y los coches, las personas con prisas que apenas si se fijan en los árboles, vecinos pasajeros y apenas de ascensor. Y también de colmenas de pisos y de casas desde donde tal vez se los mira frente a frente, con la familiaridad de quien ha traspasado el umbral de la sorpresa. A los parques hay que ir con calma y con sosiego.
El Parque de Béjar recibe al paseante en las noches veraniegas con un amplio grupo de jóvenes sentados en las escaleras y en los primeros bancos. En ese semicírculo se suman muchachos y muchachas que necesitan verse, contarse sus quehaceres, exhibirse ante los otros con juegos y con fuerzas; allí los más gallitos impiden el paseo a los mayores jugando a la pelota como pretexto para marcar sin complejos su territorio ante todo el grupo, que mira y que asiente como si fuera algo inevitable. Necesitan los jóvenes espacios comunes en los que manifestarse entre ellos. No sé si el mejor sitio es la entrada del Parque de Béjar, pero sí aseguro que, en las noches de verano, es allí donde mejor se expresa esa actitud del joven que necesita tanto la diferencia como la pertenencia a su cuadrilla.
Así que, con cuidado, el paseante se adentra en el paseo central o se abre hacia los laterales. Nunca ha entendido el paseante por qué la primera parte, la más próxima a la Corredera, está siempre más concurrida y tiene los bancos más ocupados que la segunda mitad, aquella que se extiende desde los templetes hacia la Escuela de Ingenieros. Por eso tal vez enseguida apura el paso con ganas de llegar a esta segunda parte y sentirse más en silencio y dentro de la noche.
Pero no es tan sencillo. Con frecuencia, en el paseo lateral norte, un grupo de personas ocupa algún banco y el paseo sin ninguna consideración para con los demás. Tiene todo su derecho a los bancos, pero parece que esa ocupación va a durar toda la noche. Son personas conocidas y del grupo social de los no adaptados (el paseante no sabe qué eufemismo utilizar) a las que poco les importa el paso de los demás y que invitan -sin necesidad de decir palabra- a desviar el camino y dirigirse a otros paseos. Si algún día o alguna noche les diera por ocupar un poco del jardín y dejaran libre el paso, el Parque se haría más grande y más sencillo. No creo que estén en ello.
Así que el paseante se desvía, echa sus pasos hacia el centro o hacia el paseo sur y va dejándose llevar por las sensaciones de la noche y por la brisa que aminora los calores del verano y levanta un poco los ánimos. También en el paseo sur hay personas sentadas en los bancos, pero no son muchas y en poco molestan el paseo tranquilo del paseante. Una terraza hermosa acoge a los que prefieren mirar la noche en calma y sentados alrededor de una mesa. Muy cerca, aún algunos niños disfrutan de los juegos en el mismo Parque.
Y así un giro y otro giro, un “largo” y otro “largo”, sintiendo el latido de la noche desde el interior de la noche.
Cuando las voces se han ido o se han amortiguado allá en la entrada, solo queda el murmullo de los árboles y el frescor del jardín del Parque, de este Parque de Béjar en el que el paseante sueña con sus cosas y de vez en cuando dialoga con los árboles, con todos esos árboles que se quedan perennes y soñando también con no se sabe qué. Ese sí es el momento de un posible diálogo sencillo con el Parque, con sus historias íntimas, con todos sus recuerdos, con el paso del tiempo y la dulce permanencia del espacio.
Los parques tienen su historia, como la tenemos todos, una historia profunda y escondida, pegada y cosida con la tierra pero aspirante al cielo con sus ramas; ellos guardan en silencio la historia de todas las historias, una historia verde y frondosa, callada y misteriosa, de todos los que por su lado han paseado, han charlado, han besado y han sufrido.
El Parque de Béjar de las once de la noche parece querer dormir en su silencio. Dejémoslo en su lecho y vámonos con calma hacia otro sitio.

El paseante deja el Parque por el mismo sitio por el que entró. Al doblar la esquina de la Corredera, mira hacia atrás y ve cómo en la noche las ramas de los árboles parecen despedirle en un adiós sincero y amistoso. El paseante es siempre provisional; el Parque es sólido y siente, permanece y perdura. Mañana será otro día.

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