¿Cuál es el sentido que se
pone en contacto con la vida en primera línea de batalla y antes de que los
demás conformen nuestras relaciones con lo otro: la luz, el oído, el tacto…? No
sé muy bien cuál de ellos, o si todos a la vez.
El sonido, sin embargo, me da
noticia de las cosas, me viene anticipando, como cartero alegre, lo que me
espera y lo que me va a visitar, es un buen vagido de la sinfonía que me
aguarda. En los sonidos, y aún más en el silencio (otra forma sublime de
sonido), encuentro como la entrega incondicional de los seres y el ofrecimiento
de su presencia.
Pero hay sonidos en todos los
niveles y en todas las direcciones. Hay sonidos que me llegan de fuera: de los
niños que juegan distraídos en la plaza; de los coches; del portazo inevitable
del vecino; de una conversación en la escalera de alguien que se demora innecesariamente
y que comunica lo que no quiere comunicar; del ascensor que ruge cuando se pone
en marcha; del cartero llamando siempre a mi timbre… Otros son interiores y se
mezclan con los que vienen de fuera: los pasos en el suelo del pasillo, un vaso
que se cae, el teléfono, la escoba y la fregona, la mesa y las sillas en la
terraza, el agua en su gluglú, la radio por las noches y el ruido inconfundible
de la tele que no se agota nunca, e incluso algunos que hacen el camino desde
el interior del cuerpo hacia el exterior de las habitaciones.
Me da la impresión continuada
de que casi todos estos sonidos son prescindibles, o al menos de primer escalón.
Y no es verdad, porque ellos son también la vida y sus murmullos, el martilleo
continuo que me recuerda la existencia de las cosas. Con ellos tengo que convivir
y a ellos tengo que acomodarme si quiero formar parte de lo que me rodea.
Pero hay luego otros ruidos
con más afinada melodía que también me visitan y me convocan a otros registros
diferentes y más sabrosos. También de fuera y de dentro: el sonido acordado del
saxo de mi vecino cuando por las mañanas desgrana melodías de amor a su esposa,
el rumor que me llega desde el río en la corriente que se va sin parar, la
eterna sinfonía de las aves en el cielo en los buenos días de verano, el gorjeo
eterno de los pájaros que se posan en las ramas y hacen del paseo en el campo un
concierto musical al aire libre; o la música que tantos ratos me ocupa en mi
casa, esa música en la que cabe todo pero en la que hago un espacio mayor para
los cantautores y para lo eternos clásicos; o el tintineo de la lluvia, que me hace pensar en
mis visiones del tiempo y del espacio, el viento en mis ventanas, siempre
formando bulla…
Ahora mismo escucho música clásica
española, y este sonido medido y estudiado me transporta y me aquieta a la vez,
me provoca sentimientos encontrados y me abre un álbum completo de sensaciones
personales y colectivas.
Y el último escalón de la pirámide,
el sonido más hondo y más selecto, el que procuro escuchar con más atención y el
que más me ofrece: ese, exactamente ese: EL SILENCIO. La mejor articulación del
sonido se halla en el silencio, la mejor armonía la esconde la quietud y la
falta de relato sonoro.
Paso muchas horas solo y en
silencio en casa. Y estoy feliz con ello. Si quiero, puedo oír y escuchar todos
los ecos que del silencio se desprenden. Son muchos y afinados. Solo tengo que
dejarme llevar por sus acordes, poner fino el oído y abrir mis sensaciones. Allí
y entonces, “la música callada, la soledad sonora”. Con la ayuda de este almacén
de cenestesias se me van los días y las horas, dejo al ralentí mi pensamiento y
me dejo anegar por una especie de dispersión de la voluntad que me diluye y a
la vez me eleva y me concentra.
Después, el sube y baja hacia
los otros sonidos, todos conformadores de la vida, aunque con un afinamiento un
poco diferente.
Cada ser compone la sinfonía
de su vida, cada uno con un ritmo personal y con unos compases diferentes, pero
todos en el decorado y en el patio de butacas del espacio y del tiempo. Me
gustaría ser un poco más melómano.
Hoy me ocupa por entero una
canción, la de los años de mi nieta Sara, con todos sus compases
y con todos los acordes, que
forman una melodía para mí insuperable.
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