lunes, 4 de mayo de 2015

QUE SAIS-JE?


Con este lema trabajó siempre Montaigne, el creador del ensayo, allá por el S XVI. No sé muy bien si traducirlo como una simple pregunta o como una expresión de duda ante cualquier planteamiento o desarrollo de idea que se proponga. De hecho, el mismo llegó a expresar su duda sobre el valor de las verdades exactas, para quedarse, más humildemente, con la verosimilitud de las aproximaciones. En todo caso, sus ensayos -que, por otra parte, tengo que decir que no me acaban de convencer- se mueven en el intento del autor de abrirse en canal a sí mismo, en la aceptación de que no es poco conocerse algo más a uno mismo, para que, tal vez, desde ese conocimiento, se pueda llegar a un mejor conocimiento del resto de la realidad.
A mí, la renuncia al intento de alcanzar algunas verdades permanentes no me acaba de satisfacer pues me parece que termina siendo peor el remedio que la enfermedad. Cuando uno se complace en lo que le sucede y acaba entendiendo que “tendrá que ser así”, está abriendo el camino, no solo para la diversidad de verdades -algo tal vez muy interesante-, sino además para que el mejor situado mantenga esa posición como algo verdadero. A él no le iba mal desde su posición social y económica. No estoy seguro de que, desde una posición más necesitada, se tengan las cosas tan claras.
Si no nos sujetamos a algunas ideas comunes duraderas, todo está expuesto al libre comercio y al cambio momentáneo, a la invalidez de lo permanente y a la bondad de lo pasajero, con tal de que este alcance el éxito de los números.
Me basta abrir los ojos y los oídos, mirar a la caja tonta, escuchar la radio o leer cualquier medio escrito para observar que el valor de las cosas ahora mismo viene dado por el éxito comercial que haya adquirido. La bondad y la maldad se miden en dólares, en visitas alcanzadas en la red o en el número de unidades vendidas en el escaparate del comercio. Todo está sometido a la cantidad de seguidores y ya no hay nada que se pueda medir por sí mismo, por sus cualidades o por sus deficiencias, por los razonamientos que incorpore o por la flojera mental con la que está construido. La moralidad y la ética se han instalado en el valor absoluto de las sumas y de las alharacas y ruidos sociales. Es la ética del número la única realmente importante, y el éxito es la variable absoluta. Nadie puede negar la bondad de tal o cual programa, por ejemplo, si sus seguidores son legión. Y, si aún queda la duda en voz baja de que acaso esto no debería ser así, los medios ya se encargan de perder el pudor y de destacar que el suceso X destaca porque deja en la ciudad no sé cuántos millones de euros. Ese es su verdadero valor, y la noticia no está en el suceso sino en el valor añadido que incorpora.

Cualquiera puede defender la bondad o la maldad de este asunto. Yo no tengo capacidad para decidir por nadie. Pero no es esto lo más importante. Lo esencial es que con ello se produce un cambio en la escala de valores que acarrea todo un sinfín de consecuencias en la convivencia y en el desarrollo de las sociedades, descabala los sistemas y nos instala en un todo vale con tal de que conceda réditos. No estoy seguro de que realmente seamos conscientes de ello. Tal vez porque este vértigo en el que estamos instalados no nos concede ni un respiro para pararnos a pensar un rato. ¡Qué sé yo…! Que sais-je…

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