La historia de la filosofía se
suele enseñar según períodos que van marcando diferencias y rumbos distintos a
partir de lo que antes se ha concebido y expresado racionalmente. La primera
división clásica es la de los filósofos presocráticos y la de Sócrates y toda
la legión de sus seguidores. Sócrates marcó un cambio de rumbo que, de manera
muy resumida, empujaba al ser humano a dejar de mirar antes a los elementos
naturales que al ser humano y a marcar la flecha de la introspección, del ser
humano como valor central, del nosce te ipsum. Hasta entonces era la física,
eran los átomos, era el universo, eran Pitágoras, Parménides o Heráclito, eran
los sofistas y eran los dioses; después, y ya para siempre, fueron el ser
humano y sus posibilidades.
Y todo lo confió a la palabra,
al argumento inductivo y a la conclusión inevitable que lanza al que llega a
ella, no a una certeza absoluta, sino a un nuevo punto de partida para nuevos
caminos y para nuevos descubrimientos. Tal es el método socrático. Y siempre,
el muy mamón, desde la palabra hablada: ¡no nos dejó escrita ni una jodida
línea! Todo lo conocemos a través de sus discípulos, Platón sobre todo.
Los sofistas también
utilizaban la palabra, pero como instrumento para su negocio; sus enseñanzas y
conclusiones tenían que aspirar a ser absolutas e indiscutidas: así alcanzaban
el prestigio y subían su caché. El camino llegaba a la meta en la conclusión de
su razonamiento. Lo de Sócrates era otra cosa, él no daba nada por concluido
nunca ni se erigía en campeón de la verdad: la perseguía siempre e invitaba a
perseguirla como mejor manera de enriquecer la vida en el razonamiento y en las
costumbres. Tal vez por eso no dejó las palabras escritas, como si quisiera
decirnos que las persigamos, que las intercambiemos, que las ordenemos y que no
las perdamos de vista en nuestro comportamiento vital. La palabra así, bien
utilizada, nos sirve para el conocimiento interior y personal, para delimitar
nuestras posiciones, nuestras cualidades y nuestros defectos. Y, sobre todo,
para situarnos ante los demás. Porque es la palabra el principal instrumento de
intercambio, el elemento que nos hace más sociales y más ciudadanos, más
habitantes activos de una comunidad y mejores personas. La palabra de Sócrates
es la de la reflexión, no la de la certeza absoluta, y mucho menos la de la
autoafirmación y la de la exclusión de los demás, pues no busca la eliminación
sino la verdad como paraguas en el que refugiarnos todos.
Qué diferencia con otras
intenciones tan “modernas” en las que, cuando nos fallan los ánimos, acudimos a
libros de autoayuda, que se anuncian como la panacea y la salvación de todos
los males con presentación de remedios infalibles en un corto tiempo. Todo
sucedáneo, todo placebo, todo mentira, todo engañifa.
Tengo la sensación de que, en estos
días, muchos necesitamos mucho más las palabras y el método de Sócrates que los
libros y las frases de autoayuda en las que tanto nos refugiamos. Nos implican
mucho más y nos hacen protagonistas definitivos, y son mucho más hondas y
duraderas. Así que, hoy, un poquito más de Sócrates, vía Platón, y menos libros
de autoayuda, vía comentarios insulsos y faltos de reflexión.
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