Y, a pesar de todo, la mente
sigue débil e imperfecta. Aquel “solo sé que no sé nada” sigue vigente y se
agiganta cada día en la paradoja de cada adelanto y de cada descubrimiento. Pero,
sobre todo, se mantiene intacta la insistencia del ser humano en buscar un
punto de apoyo definitivo, una verdad universal, una meta que acoja toda
sensación de bienestar y de felicidad.
Por ahí es por donde asoma el
empeño, tal vez imposible, de la idea de Dios, en ese inconformismo que se
convierte en necesidad, o en esa necesidad que se torna inconformismo. Por eso
desde siempre la idea de Dios y su definición a partir de cualidades, que
aspiran a ser definitivas (omnipotencia, omnisciencia y creación), para que se
sustente a sí misma y para que dé fe de todo lo que al ser humano se le va
apareciendo en la vida.
A lo largo de la Historia se
han intentado argumentos diversos (ontológico, cosmológico…) en los que la
razón ha aspirado a fundamentar el concepto último, el concepto de los
conceptos, la idea racional de Dios. El fracaso ha sido evidente, tal vez
porque las dimensiones y los niveles son
sencillamente incompatibles: ¿cómo la mente humana, pobre y quebradiza, puede
llegar al concepto universal y supremo? Poco importa que ese concepto sea
creación humana o que le venga dado hasta su escasa capacidad. Tal vez por eso,
han aparecido las religiones, esas adaptaciones curriculares a la debilidad
humana para ver si con ellas podía progresar y conseguir algún objetivo, sobre
todo el objetivo del consuelo y de la compasión entre los iguales. Es entonces
cuando las religiones ocupan el lugar de la mente y se hacen presentes en la Historia.
Pero, como la mente no
descansa y es felizmente un culo de mal asiento, sigue dando la matraca
tratando de dar explicación racional a todo ese mundo, ya diseño y explicación
de otros elementos que no son precisamente racionales.
La mezcla de razón y de fe
produce monstruos, pero nunca se sabe si su separación no los produce también.
Y ahí andan luchando siempre entre ellas, robándose reglas, exhibiendo luchas y
guerras monstruosas, planteando dudas y exigencias a asuntos tan escabrosos
como el asunto de la existencia del mal, o simplemente entregándose a caminos
que no se conocen ni se cruzan siquiera. Por el medio nos cuelan el asunto del
libre albedrío, como mezcla entre razón y fe, como carga encima de las espaldas
humanas para que, además, se llene de responsabilidad ante cualquier decisión
mal tomada; y no solo por nosotros mismos, porque hay sátrapas famosos que
encima nos hacen cargar con la losa de un pecado original para que andemos
asustados y pidiendo disculpas todo el día.
Qué embrollo esto de la
relación entre razón y fe, entre mente y religión. La modernidad se resume en
el avance y la separación entre razón y fe. No sé en qué grado de modernidad
nos hallamos, ni sé tampoco si la modernidad tiene o no tiene regresión y
vuelta atrás. Tal vez sería mejor echarse a la calle y darle campo a la razón
para ver cómo se comporta en el día a día. También esta incursión en la teoría
debería entenderse como aplicación a lo inmediato y más cercano. También en
estos terrenos tienen su riego la mente y el impulso, la razón y la fe. Y
también los malos o los buenos entendidos. Bajar de la teoría a la práctica, de
lo abstracto a lo concreto y menudo es un buen ejercicio de razón. O al menos
de humanidad, que tal vez sea la misma cosa.
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