Que hoy sea un apunte desde lo
personal, pero que se vaya hasta lo alto de la reflexión y que sirva para todo suceso parecido. Que actúe la
analogía como método de razonamiento y única forma de poder continuar en el
intento de la comunicación. Si no es así, ya pongo mis brazos en cruz, me rindo
y me castigo media hora contra la pared para olvidarme de mí mismo.
De vez en cuando, doy a la luz
en algún medio público alguna reflexión en forma de artículo. Cuando lo hago en
los medios locales de esta ciudad estrecha, suelo sufrir un proceso de malestar
que me empuja a la promesa de anular estas colaboraciones y a quedarme en mí
mismo sin contar con los demás. Tal vez por eso, también en esta mi ventana
particular, me abstengo casi siempre de tratar asuntos de opinión con imágenes
cercanas o locales.
El proceso suele ser el
siguiente: se publica un artículo de opinión acerca de cualquier asunto
próximo; inmediatamente se producen algunas respuestas en forma de comentarios
(prácticamente todos son cobarde y miserablemente anónimos); también casi
siempre se responde con réplicas que en nada o en casi nada tienen que ver con
lo que en el original se ha expuesto (a veces negando lo que literalmente se ha
explicitado en el original); se produce en mí un estado de desasosiego y de
impotencia que me instalan en el mal humor y en la promesa de no volver a
incurrir en el error de publicar en estos medios. Y no acabo de aprender porque
vuelvo, aunque de tarde en tarde, a las andadas. Es más, es que no seguir haciéndolo
parece como dar la razón a toda esta tropilla de fantasmas ambulantes y anónimos:
hay un morbillo ahí tal vez un poco malsano.
Que se produzca intercambio de
opiniones, para asentir o para disentir, es un hecho saludable y enriquecedor,
debería contentar a todos y todos tendríamos que aplaudirlo. Que se haga desde
al anonimato ya no complace tanto pues al menos indica la cobardía o el
escondite desde el que se tira la piedra pero se esconde la mano. Aun así,
habrá que soportar que puede que la opinión manifestada -a pesar de la falta de
la firma- tenga peso racional y hasta razón. Pero que se responda por soleares
cuando se comenta si el agua es buena o mala para la digestión, o que se conteste
con la necesidad de limpiar una calle cuando se ha propuesto la importancia de
la participación social, por ejemplo, es sencillamente propio de analfabetos
cuando no de malfollaos y de ciegos mentales. La cadena se podría alargar con
las réplicas y las contrarréplicas, pero, con estos sujetos (porque digo yo que
serán sujetos), lo único que se consigue es enredar todo mucho más y crear un
estado de confusión que termina en el caos y en la inutilidad.
Las redes sociales han
conseguido socializar tanto la información como la opinión. Esto es fantástico.
Pero también han traído la banalización del pensamiento, el cobarde disfraz del
anonimato y la imposibilidad de poner cara a las personas que, ocultas en su
incompetencia, se creen reyes de la libertad de expresión, cuando esta es
entendida por ellos como un campo sin límites y sin leyes que regulen la salida
al cuadrilátero de las ideas. Así todo nos lleva al caos, a la indigencia
mental y al derribo del razonamiento. Y esto sí que empobrece de verdad a las
comunidades. Mucho más que el paro, sin duda.
Más que nunca se hace evidente
la necesidad de invertir en educación, en esa asignatura que implica y
compendia todas las demás y que, a la vez, reduce todo al sentido común y a la
buena voluntad de las personas. Es la inversión con más futuro, la que ofrece a
largo plazo mejores dividendos para la sociedad y para cada uno de sus
miembros. ¡Ay la próxima reforma educativa… y esa necesidad de alfabetización…!
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