Algunas televisiones
incorporan de tarde en tarde programas que se acercan a la otra realidad, a esa
realidad que vive bordeando la ley, o, simplemente, lejos de ella y contra ella.
Desde hace semanas veo un programa que analiza, desde el propio terreno,
realidades como la de Corea del Norte, Venezuela, favelas de Brasil, la
explotación minera en el Congo… No sé si lo hacen como contraste con todos esos
programas melifluos e intranscendentes, morbosos e inanes, o tal vez porque
algo de audiencia queda que reconoce también esta otra realidad y hasta se
preocupa por su extensión y por sus repercusiones.
Lo cierto es que, si sumamos
lugares y segmentos de población a los que les convienen estos programas, nos
salen unos mapas desfigurados y preocupantes, unas extensiones crecientes a las
que la ley como norma no solo no les afecta sino que parecen empeñados en
decirlo y en mostrarlo públicamente.
Creo que también incluyen un
tono algo morboso, con el fin de conseguir la atención y la sorpresa del
espectador; pero, aun restándole un tono de intensidad, la realidad resulta
cuando menos inquietante: buena parte de América parece entregada a la ley del
más fuerte y a las bandas mejor organizadas, por ejemplo. Y todo indica que la
tendencia apunta hacia el crecimiento y no hacia la disminución.
Las normas representan
obligaciones a las que los seres se someten como fórmula menos mala para la
convivencia; y esto lo hacen en común, en los procesos electorales y en la
convivencia pacífica. Cuando esto se rompe, todo queda al albur y al capricho
del más fuerte y del más desalmado, la razón desaparece y los instintos se
imponen sin sujeción a ningún control que no sea el de la fuerza.
No creo que se puede defender
la existencia de la norma como algo definitivo, sino como algo menos malo que
cualquier sustituto. La vida no cabe en las normas, pero, sin ellas, la vida se
hace más pobre y menos humana, la tormenta de la fuerza se desata y provoca
cualquier catástrofe incontrolable. Hay ejemplos clásicos en los que la defensa
de la norma se alza incluso a costa de sufrir las mayores injusticias: el caso
de Sócrates en la hora de su muerte es paradigmático.
Yo, desde luego, no sería Sócrates,
pero esta extensión de gentes organizadas a su aire y capricho, saltándose
cualquier norma acordada socialmente, me llena de temor. Sobre todo porque no
veo en ella más que aprovechamiento personal y no búsqueda de bien social,
mafias y no organizaciones benéficas.
Claro que, a su lado, se
extiende como la peste, todo el conglomerado de gente poderosa que se mueve en
la norma pero bordeándola con sus tretas, con sus ingenierías financieras, con
sus legiones de abogados, con sus presiones en las bolsas, y con toda una
enorme batería de subterfugios vestidos de guante blanco.
Y, si queremos extender las
variables, no tenemos más que fijarnos en todos los que se saltan las normas a
la torera en nombre de criterios religiosos y extraños a la razón.
El panorama, así visto, no es
el más placentero. Menos mal que estamos acostumbrados a vivir en un extraño
equilibrio en el que caben tanto los caprichos personales y los criterios
individuales como los límites de las normas sociales.
Ojalá todo lo supiéramos
aderezar con unas especias de buena voluntad y de sentido común. No es fácil,
pero en ello andamos y en ello debemos seguir.
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