jueves, 19 de febrero de 2015

QUÉ ME VAS A CONTAR...


De vez en cuando leo algún libro que repasa, en forma casi autobiográfica, algún período de nuestra historia. Muchos, casi todos, se refieren a la posguerra. Es lo que toca, por sus características especiales y por el perfil vital de los que los escriben. Supongo que pronto empezarán a aparecer lo libros que repasen períodos más recientes, según se hayan ido acomodando en la nostalgia del pasado. Entonces, estos que apuntan a la posguerra empezarán a tener otro sentido y a ser mirados como reliquias de otros tiempos más alejados.
El último lo he leído hace tan solo dos o tres días.
Observo en todos ellos la tendencia a cargar las tintas  en el deseo de presentar un panorama peor aún del que la realidad nos trajo. Es algo disculpable por múltiples razones y solo hay que saber leerlos con la ternura y con la benevolencia de quien seguramente empatiza pronto con ese espacio de la niñez y de las dificultades especiales de aquellos años.
Pero reposo las imágenes y, además de sentirme enseguida un protagonista más, me confirmo casi siempre en la idea de que, por desgracia (o por gracia), a mí creo que me fue aún peor de lo que en estos libros se describe. Así en la situación económica, en las dificultades familiares, en el aislamiento geográfico y cultural…
Y, sin embargo, siempre he vuelto a mi niñez como territorio edénico y de nostalgia. Los mismos elementos que, simplemente descritos, pueden parecer muy restrictivos se me tornan escenas casi sublimes y del mundo imaginario en positivo. Supongo que, en realidad, es porque la curva vital creo que, para mí, siempre se ha ido alzando en positivo (en negativo lo tenía muy difícil). Por eso, tal vez mirado desde ahora, aquellos primeros años son como un paréntesis, como una habitación sagrada, como una rampa de lanzamiento hacia ninguna parte…; qué sé yo, como algo que, acaso por contraste, no hace más que crecer y crecer en mi imaginación. De esa manera, cualquier dificultad parece que desearía que hubiera sido incluso más ardua para sentirme ahora más contento desde la superación y desde la lejanía. Seguramente, entonces, no tiene ningún mérito encarecer demasiado nada. Tampoco por mi parte, por supuesto.
Sin embargo, sí me sirve para ponerme gallito de vez en cuando al comparar lo que se cuenta por ahí como algo digno de la mayor alabanza y lo que me tocó vivir y casi soñar en los años de mi niñez. Cuando oigo a gente de cierta edad encarecer elementos de su niñez me pregunto con frecuencia qué tendría que hacer entonces yo a la vista de lo que me cuentan y de lo que viví.
Los primeros años de mi niñez corresponden a los años cincuenta del siglo pasado, en un pueblo aislado, serrano y pequeñito, en una familia de carboneros (de hacer carbón, no de vender) y con nueve hijos pidiendo pan. Es índice suficiente para imaginarse el panorama sin necesidad de describirlo.
Pues todo lo recuerdo con nostalgia y con amor, con asombro y hasta con un pelín de regocijo y arrogancia. Una visión de este tenor la vertí en la novela “El manantial sonoro”.
Acaso la memoria nos ayude y nos salve guardando en sus archivos los hechos menos negros y dibujándolos en un tono amable y positivo.

No son tampoco los de ahora mismo los mejores tiempos para tantas familias que, en estos malditos años, apenas si consiguen atisbar la presencia del mes siguiente con algo de calma. Aunque, a pesar de todo, la dureza no es tanta, tal vez dentro de algunos años no pocos los recuerden con algo de nostalgia y de cariño. Que la memoria les seleccione los ratos positivos y que estén aguardando la llamada del canto y no del llanto. Lo demás es mejor que se muera en los brazos del olvido.

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