De vez en cuando leo algún
libro que repasa, en forma casi autobiográfica, algún período de nuestra historia.
Muchos, casi todos, se refieren a la posguerra. Es lo que toca, por sus
características especiales y por el perfil vital de los que los escriben.
Supongo que pronto empezarán a aparecer lo libros que repasen períodos más
recientes, según se hayan ido acomodando en la nostalgia del pasado. Entonces,
estos que apuntan a la posguerra empezarán a tener otro sentido y a ser mirados
como reliquias de otros tiempos más alejados.
El último lo he leído hace tan
solo dos o tres días.
Observo en todos ellos la tendencia
a cargar las tintas en el deseo de
presentar un panorama peor aún del que la realidad nos trajo. Es algo
disculpable por múltiples razones y solo hay que saber leerlos con la ternura y
con la benevolencia de quien seguramente empatiza pronto con ese espacio de la
niñez y de las dificultades especiales de aquellos años.
Pero reposo las imágenes y,
además de sentirme enseguida un protagonista más, me confirmo casi siempre en
la idea de que, por desgracia (o por gracia), a mí creo que me fue aún peor de
lo que en estos libros se describe. Así en la situación económica, en las
dificultades familiares, en el aislamiento geográfico y cultural…
Y, sin embargo, siempre he
vuelto a mi niñez como territorio edénico y de nostalgia. Los mismos elementos
que, simplemente descritos, pueden parecer muy restrictivos se me tornan
escenas casi sublimes y del mundo imaginario en positivo. Supongo que, en
realidad, es porque la curva vital creo que, para mí, siempre se ha ido alzando
en positivo (en negativo lo tenía muy difícil). Por eso, tal vez mirado desde
ahora, aquellos primeros años son como un paréntesis, como una habitación
sagrada, como una rampa de lanzamiento hacia ninguna parte…; qué sé yo, como
algo que, acaso por contraste, no hace más que crecer y crecer en mi imaginación.
De esa manera, cualquier dificultad parece que desearía que hubiera sido incluso
más ardua para sentirme ahora más contento desde la superación y desde la lejanía.
Seguramente, entonces, no tiene ningún mérito encarecer demasiado nada. Tampoco
por mi parte, por supuesto.
Sin embargo, sí me sirve para
ponerme gallito de vez en cuando al comparar lo que se cuenta por ahí como algo
digno de la mayor alabanza y lo que me tocó vivir y casi soñar en los años de
mi niñez. Cuando oigo a gente de cierta edad encarecer elementos de su niñez me
pregunto con frecuencia qué tendría que hacer entonces yo a la vista de lo que
me cuentan y de lo que viví.
Los primeros años de mi niñez
corresponden a los años cincuenta del siglo pasado, en un pueblo aislado,
serrano y pequeñito, en una familia de carboneros (de hacer carbón, no de
vender) y con nueve hijos pidiendo pan. Es índice suficiente para imaginarse el
panorama sin necesidad de describirlo.
Pues todo lo recuerdo con
nostalgia y con amor, con asombro y hasta con un pelín de regocijo y arrogancia.
Una visión de este tenor la vertí en la novela “El manantial sonoro”.
Acaso la memoria nos ayude y
nos salve guardando en sus archivos los hechos menos negros y dibujándolos en
un tono amable y positivo.
No son tampoco los de ahora
mismo los mejores tiempos para tantas familias que, en estos malditos años, apenas
si consiguen atisbar la presencia del mes siguiente con algo de calma. Aunque,
a pesar de todo, la dureza no es tanta, tal vez dentro de algunos años no pocos
los recuerden con algo de nostalgia y de cariño. Que la memoria les seleccione
los ratos positivos y que estén aguardando la llamada del canto y no del llanto.
Lo demás es mejor que se muera en los brazos del olvido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario