Visito Madrid varias veces al
año. Siempre me supone un cambio no solo espacial sino también emocional. Allí
fundamentalmente estoy con mi hermana y con mi familia, pero siempre se
encargan de pensar un índice apretado de actividades y de visitas.
En los últimos años he coincidido
alguna vez con el fin de semana de carnaval. Y he asistido complacido al
espectáculo que el ayuntamiento prepara en la Plaza de la Villa el domingo. En
esa plaza recoleta e histórica se concentran tal vez mil personas (más de pie
que sentadas, pues la capacidad y la distribución no da para otra cosa) para
ver pasar por el escenario a grupos que acercan el espíritu del carnaval.
De entre todos los formatos,
el que más me gusta es el de las chirigotas, esos grupos armados con un fondo
musical elemental que dejan en estrofas sencillas las críticas más diversas, y
que lo hacen con una soltura, un guiño continuo a la actualidad y una
complicidad con los asistentes, que consiguen una catarsis inmediata y
espontánea.
Tres horas largas de
espectáculo y aquello parecía demasiado corto. Nadie se movía de sus asientos;
yo tampoco. El día se repartía a ratos entre el gris del cielo y el aplomo del
solo cuando se asomaba entre las nubes.
Las chirigotas mezclan
elementos muy sencillos pero que forman una aleación muy atractiva. Recogen por
un lado unas melodías populares, ya conocidas por los espectadores pues
corresponden a canciones que han llegado a todos por caminos diversos, no
siempre muy confesables ni defendibles; y por otro la expresión de unas letras
en composiciones populares, a veces con abundancia de ripios y de rimas
sencillas y poco elaboradas, pero que no esconden apenas nada y que provocan la
reacción inmediata del espectador. Son como un diario, o un anuario, hablado y
cantado en el que los sucesos más llamativos y populares del año suben al
escenario y son contados en sus aspectos más criticables y de manera que todo
el mundo lo entienda.
Y, por supuesto, caben todos:
los políticos de diverso tipo, los personajes populares, la iglesia, o los
asuntos sociales sanitarios, de dependencia o amorosos. Es como un anuario
popular y en tono inmediato.
Cada cual lo puede leer en el
nivel que le convenga y en aquel para el que tenga capacidad. A mí me parece
que tiene muchos elementos gruesos y muy poco elaborados, que se provoca el
aplauso fácil e inmediato. Pero creo que mucha gente sencilla necesita que se
le provoque una catarsis colectiva en la que aplauda contra aquello que ha visto
a solas en casa y que, en esa mañana, encuentra que son muchos los que ríen,
protestan y lloran como él. Porque no solo se ríe y se aplaude; también se
llora. Unas coplas o unas redondillas que hablen con inmediatez del alzheimer o
del abandono de la gente mayor por parte de las generaciones más y menos jóvenes
llega enseguida al corazón y provoca sentimientos que se van por los poros y
por los ojos de manera incontenible. Yo lo he visto y, sobre todo, lo he
experimentado en esa plazoleta histórica y recogida del Madrid de todos y de
siempre.
Estoy seguro de que muchos de
los que allí estaban lo mismo que esa mañana se reían de los personajes
populares, del analfabetismo del hijo de alguna tonadillera, o de su falta de participación
social y de la cara con la que comen la sopa boba sin dar un palo al agua…, al
día siguiente los van a volver a seguir y a aplaudir en la caja tonta o en
otros medios de comunicación. Somos así de contradictorios y de incoherentes.
Pero esa mañana, ay esa mañana
en la Plaza de la Villa. Qué cazuela de sentimientos, qué festín de
sensaciones, qué borbotón de afectos.
Ya se sabe que Madrid es muy
grande y que en ella cabe todo. Por eso, tres plazas más allá nada guardaba los
ecos del carnaval y la gente seguía dejando correr el tiempo y la vida por las
aceras y las terrazas; quizás en otra forma de enseñar que el carnaval posee
muchos modos de expresión y que algunos duran todo el año.
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