lunes, 16 de febrero de 2015

DE CHIRIGOTAS


Visito Madrid varias veces al año. Siempre me supone un cambio no solo espacial sino también emocional. Allí fundamentalmente estoy con mi hermana y con mi familia, pero siempre se encargan de pensar un índice apretado de actividades y de visitas.
En los últimos años he coincidido alguna vez con el fin de semana de carnaval. Y he asistido complacido al espectáculo que el ayuntamiento prepara en la Plaza de la Villa el domingo. En esa plaza recoleta e histórica se concentran tal vez mil personas (más de pie que sentadas, pues la capacidad y la distribución no da para otra cosa) para ver pasar por el escenario a grupos que acercan el espíritu del carnaval.
De entre todos los formatos, el que más me gusta es el de las chirigotas, esos grupos armados con un fondo musical elemental que dejan en estrofas sencillas las críticas más diversas, y que lo hacen con una soltura, un guiño continuo a la actualidad y una complicidad con los asistentes, que consiguen una catarsis inmediata y espontánea.
Tres horas largas de espectáculo y aquello parecía demasiado corto. Nadie se movía de sus asientos; yo tampoco. El día se repartía a ratos entre el gris del cielo y el aplomo del solo cuando se asomaba entre las nubes.
Las chirigotas mezclan elementos muy sencillos pero que forman una aleación muy atractiva. Recogen por un lado unas melodías populares, ya conocidas por los espectadores pues corresponden a canciones que han llegado a todos por caminos diversos, no siempre muy confesables ni defendibles; y por otro la expresión de unas letras en composiciones populares, a veces con abundancia de ripios y de rimas sencillas y poco elaboradas, pero que no esconden apenas nada y que provocan la reacción inmediata del espectador. Son como un diario, o un anuario, hablado y cantado en el que los sucesos más llamativos y populares del año suben al escenario y son contados en sus aspectos más criticables y de manera que todo el mundo lo entienda.
Y, por supuesto, caben todos: los políticos de diverso tipo, los personajes populares, la iglesia, o los asuntos sociales sanitarios, de dependencia o amorosos. Es como un anuario popular y en tono inmediato.
Cada cual lo puede leer en el nivel que le convenga y en aquel para el que tenga capacidad. A mí me parece que tiene muchos elementos gruesos y muy poco elaborados, que se provoca el aplauso fácil e inmediato. Pero creo que mucha gente sencilla necesita que se le provoque una catarsis colectiva en la que aplauda contra aquello que ha visto a solas en casa y que, en esa mañana, encuentra que son muchos los que ríen, protestan y lloran como él. Porque no solo se ríe y se aplaude; también se llora. Unas coplas o unas redondillas que hablen con inmediatez del alzheimer o del abandono de la gente mayor por parte de las generaciones más y menos jóvenes llega enseguida al corazón y provoca sentimientos que se van por los poros y por los ojos de manera incontenible. Yo lo he visto y, sobre todo, lo he experimentado en esa plazoleta histórica y recogida del Madrid de todos y de siempre.
Estoy seguro de que muchos de los que allí estaban lo mismo que esa mañana se reían de los personajes populares, del analfabetismo del hijo de alguna tonadillera, o de su falta de participación social y de la cara con la que comen la sopa boba sin dar un palo al agua…, al día siguiente los van a volver a seguir y a aplaudir en la caja tonta o en otros medios de comunicación. Somos así de contradictorios y de incoherentes.
Pero esa mañana, ay esa mañana en la Plaza de la Villa. Qué cazuela de sentimientos, qué festín de sensaciones, qué borbotón de afectos.

Ya se sabe que Madrid es muy grande y que en ella cabe todo. Por eso, tres plazas más allá nada guardaba los ecos del carnaval y la gente seguía dejando correr el tiempo y la vida por las aceras y las terrazas; quizás en otra forma de enseñar que el carnaval posee muchos modos de expresión y que algunos duran todo el año.

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