En esta representación del mundo, tan cargada de oropeles y
de apariencias, con cierta frecuencia, la sorpresa de toparnos con la belleza nos la da la propia naturaleza.
En cualquier tipo de manifestación artística, o simplemente
diaria y repetitiva, parece que, en cuanto un fenómeno se ha repetido unas
cuantas veces, decae en su atractivo y en su encanto y ya esperamos solo la
manera en que la próxima vez ese fenómeno aparezca revestido de ropajes diferentes
y con unas dimensiones externas distintas. Cuando se trata de la creación,
entonces la novedad formal se transforma casi en la esencia de lo que va a ser
más valorado y considerado. Rarísima vez esas novedades son tales, pues suelen
repetir elementos que ya en anteriores períodos se habían estimado pero que,
por la fuerza de la necesidad del cambio, habían caído en desgracia, cuando no
en el olvido. La historia de las corrientes artísticas se explica fácilmente
como una lucha pendular, como un vaivén de izquierda a derecha y de derecha a
izquierda, incorporando simplemente aquello que el discurrir de la Historia
transforma en elemental y general, naturalmente. Así en
literatura, en pintura, en música, y en otra manifestación cualquiera.
Si la reflexión la trasladamos a la moda y a la publicidad,
entonces la afirmación se hace tan evidente que apabulla. Cualquier listillo
sabe que la camisa que se dejará de llevar a final de temporada volverá con
fuerza al cabo como mucho de un par de ellas más, si acaso con la incorporación
de un botón más grande o más pequeño. Y lo mismo ocurrirá con los zapatos y con
los vestidos… De tal manera que el que quiera comprar barato no tiene más que
esperar a las rebajas y guardar una temporada. Y que gasten en novedades los
tontos del lugar, que, desgraciadamente, son demasiados.
La naturaleza repite sus ciclos sin prisas y aparentemente
sin cambios notables, todo parece que le importa un rábano desde las prisas de
los seres humanos, su paso no es el nuestro y no parece conocer el atractivo de
lo distinto o de lo novedoso. El frío llega y se acortan los días cuando tienen
que hacerlo, y se estiran y se abren a la luz cuando llega la hora, ni antes ni
después. ¿Para qué? parece preguntarse.
Y es entonces, en la contemplación de esa natural(eza), en la
reflexión con esa natural(eza), cuando uno puede comprender que, oh milagro, se
produce precisamente la magia de lo natural, de lo más clásico, de lo que menos
engaña, de los parámetros controlables, de las sensaciones complacidas, de la
certeza de pertenecer a un conjunto de elementos amplio y duradero, más
importante y hondo que uno mismo. Ahí anida la sorpresa y con ella la
admiración y hasta la exclamación. A veces incluso hasta aquella evocación del “cesó
todo y dejeme, dejando mi cuidado…”
Son tantas las prisas, es tanto el acoso de la novedad, el
empujón por comprar y rozar cosas engañosamente nuevas, el engaño ante la
sensación de que lo “nuevo” es lo válido, que una mirada atenta, una
consideración templada, un paseo tranquilo, un paisaje variado, un cielo
contemplado, una conversación serena y reposada, una fuente que mana y deja la
continuidad del sonido en la taza, un camino que apunta hacia lo lejos, una
bandada de pájaros que dibuja piruetas imposibles en el aire, el tiempo y el
espacio que nos llevan, un jardín o una huerta cultivados con mimo, el trago de
una bota cara al cielo, la charla sobre todo y sobre todas las cosas… terminan
causándonos sorpresa y apareciéndose como la novedad, como lo insólito, como la
belleza más sabrosa y como el elemento salvador ante tanta urgencia, ante tanta
impaciencia y ante tanta mentira y apariencia.
Todavía lo natural está en la naturaleza. Parece una obviedad
decirlo pero causa sorpresa. Y descubrir su existencia y rumiar sus leyes nos
sitúa a todos ante el milagro continuo de la vida, de la vida real y verdadera,
del valor sin valor de la belleza.
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