lunes, 29 de diciembre de 2014

OTRAS RIQUEZAS


Necesito repetirme y repetirme las veces que haga falta que la vida se teje entre algodones, entre brazos cercanos y sencillos, que la Historia no es nada si no es en la Intrahistoria, que el mundo sí se arregla desde los grandes principios pero que estos están solo al alcance de unos pocos y que es en la aplicación diaria y sencilla de esos principios cuando la satisfacción se hace presente o el enfado se crece si no andamos con tino.
Llevo una semana dedicado tan solo a mi familia y reafirmo de nuevo que estos son mis parámetros, que nada mejor que mis allegados para darme a la vida y olvidarme de todo lo que dicen que tiene importancia para quedarme con lo realmente importante, que unos brazos de niño son más fuertes que cualquier bomba que amenaza, que la sonrisa y el perfil de los que quieres son tu propio perfil y en él te sientes concernido y animado.
Han estado con nosotros nuestros hijos y nuestros nietos, algo tan sencillo y repetido como la reunión de los componentes de una familia cualquiera en estas fechas de Navidad. Y puedo jurar que no he sentido ninguna molestia física, que me he levantado todos los días con ánimos renovados, que he estado siempre dispuesto a salir a la calle para cubrir cualquier necesidad, que he ido a dormir el último y me he levantado el primero para recibir con mis brazos abiertos a mis nietos, que he reído y me he emocionado con mi nieto en los brazos, con su inocencia absoluta, con su sonrisa continua y con su expresión de contento, con sus escasos meses a cuestas en los que va descubriendo los movimientos de sus pequeños deditos y sus sonidos, con sus primeros signos de interactuación con los demás, como si afirmara la necesidad de recordar a los otros que él también está en el juego de la vida.
Y he pintado y leído con mi nieta, Sara, que, a sus cinco años, ya conoce algunas de las herramientas principales para moverse por la vida y que parece tener el don especialísimo de la curiosidad por conocer cosas, ese signo que distingue a unos seres de otros y que conforma a los más inteligentes e intensos en el mundo. Y he hablado con ella y la he visto celosilla de su hermano pequeñín, ella que ha sido princesa y ahora es reina pero que tiene que compartir el trono con un hermano real.
Y me he sentado a la mesa para compartir risas y charlas con mis hijos, con mis dos hijos y con mi nuera, mi otra hija; y he aprovechado, incontinente, para seguir soltándoles mis rolletes vitales y para animarles en este camino de cada uno por la vida y por la sociedad en la que habitan.
Y creo que todos hemos certificado una vez más que nada como el viejo lema de este viejo gruñón que, a pesar de todos los pesares, solo quiere querer y ser querido. Por todos, pero sobre todo por los más próximos en biología, en afectos y en ilusiones.
Y he comprobado, otra vez, que el lado negativo llega cuando el pasillo se queda vacío y las habitaciones no se llenan, cuando no se oyen los sonidos incipientes de mi nieto pequeñín, ni las palabras o las risotadas de Sara jugando con cualquiera de nosotros.
Es verdad que yo, así, en la serenidad del silencio, puedo volver a mis lecturas y a ver el mundo desde mi terraza con alguna pausa y con algo de tranquilidad. Pero la pasión está en los días pasados, en la vida manando a cada instante, en la certeza de la existencia de esos seres a los que puedo ir sin pedir hora y a los que les abro la puerta sin que siquiera llamen. Una sonrisa de Rubén o un rato con Sara valen mucho más que toda la Ética protestante y el espíritu del capitalismo de Max Weber cuyas páginas voy a abrir enseguida.

Ahora no estoy precisamente eufórico, pero sé que me habitan posos que me levantarán cada día cuando me recuerden que tengo que querer y tengo quien me quiere. Soy rico de verdad y esto me salva. 

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