No
duró mucho el descanso que se prometieron pues, el sábado siguiente, dos de los
caminantes, tal vez más propensos al realismo, al materialismo o a la base
racional del conocimiento, parecían tener prisa en pegar la hebra y en animar
la charla. Así, uno de ellos alegó lo siguiente:
“En
la última salida dejamos como consecuencia lógica la probabilidad de la
existencia de Dios como sustentador de las ideas y de la sustancia última de
las cosas externas, puesto que esas cosas son incapaces de actuar como
sustancias activas y porque somos nosotros los que activamos las sensaciones y
apariencias que nos llegan desde ellas.”
El
caminante que había determinado la lógica de esa existencia asintió, aunque no
parecía tener muchas ganas de entrar en discusión ni mucha práctica en ella.
“El
asunto no es de ahora -prosiguió el materialista-; ya quedó bien fijada esa
postura en Platón, hace casi 2500 años. Después el cristianismo se apropió de
la teoría y la adaptó a sus doctrinas. Más tarde, el idealismo repasa muchas
escuelas filosóficas y muchos filósofos de todas las épocas. Por resumir, buena
parte de la filosofía alemana anda en esa línea.
Pero
a Platón le salió enseguida un crítico en su discípulo Aristóteles, mucho más
pegado a la realidad y a la experiencia. Y, a partir de él, se desarrollan sus
posturas en otras escuelas filosóficas, entre ellas muchas de las ideas de la
filosofía inglesa.”
De
nuevo el caminante idealista se quedó perplejo y como aturdido: él no estaba
versado en la filosofía y no estaba dispuesto a refutar casi nada de lo que se
dijera. El caminante materialista prosiguió:
“Nuestra
mente no es más que una encrucijada y una superestructura en la que se cruzan
neuronas y conexiones que producen reacciones químicas y que interactúan con
los elementos exteriores. La ciencia y todo su desarrollo no han hecho otra
cosa que trabajar en el conocimiento de todos esos elementos y de sus
actividades, para poderlos conocer mejor y para poder conocernos mejor. Y cada
adelanto científico no hace otra cosa que arrancar una hoja al libro del
idealismo, y, sobre todo, al libro de la religión como refugio de nuestras
limitaciones. Si la sensación del agua de la ducha fue diferente en ambas manos
es porque la conexión química entre el agua y las manos fue diferente y se
produjo en condiciones distintas. Lo mismo se produce con la visión que cada
uno tiene de la montaña de enfrente, e incluso de las ideas más abstractas, que
se elaboran a partir de las combinaciones de elementos más simples.”
Aquella
parrafada no molestó al caminante idealista, pero lo dejó demasiado confuso
como para intentar argumentar en contra. Tal vez se sintió un poco desamparado.
En su ayuda vino otro de los caminantes que terció en la conversación:
“Parece
que cada adelanto se pone de parte de la materia como elemento configurador del
ser humano, de su historia y de sus actividades. Pero al árbol le quedan muchas
hojas sin caer y convendría no dar por cerrado el asunto. El ser humano se
sigue sintiendo desvalido y hasta temeroso; necesita acudir a algún remedio que
le calme y le dé cierto sentido de paz, aunque su razón no alcance con la
explicación adecuada. Y esta postura debería entenderse no solo desde el punto
de vista religioso sino incluso desde una humilde postura racional. Los
principales pensadores se muestran cautos en sus teorías, a pesar de sus
convicciones y de sus exposiciones razonadas. El asunto es tan extenso y tan
complejo como para que solo lo dejemos caer; es como si abriéramos una ventana
y ante nosotros apareciera una inmensa pradera y un horizonte infinito.
Mientras seguimos indagando en ambas direcciones y leyendo aportaciones de
sabios en los dos sentidos convendría tal vez seguir razonando nuestras
sensaciones y operando como nuestra capacidad mental nos lo permita: no podemos
renunciar a ello porque es lo que de verdad nos ennoblece y nos humaniza.”
El
caminante materialista quiso intervenir enseguida pero el que andaba terciando
rogó que la discusión no se alargara más. De modo que le hizo un guiño de
complicidad y de comprensión y le invitó a repartir el té que con tanto tino
había preparado una vez más. El caminante idealista pareció sentirse aliviado y
como libre de una carga confusa y extraña. La montaña seguía altiva y el sol lucía
en su cenit. Los sabores del té y del aguardiente tal vez fueran diferentes en
el paladar de cada uno de los caminantes, pero en todos resultaba
extremadamente agradable.
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