miércoles, 24 de septiembre de 2014

!ATENCIÓN, PREGUNTA!


Hace muy escasos días recibí una llamada de teléfono jugosa. Alguien me llamaba desde la sede de las Cortes de Castilla y León. Tranquilo, ninguna intriga política. Parece que están redactando una ley que se refiere a asuntos de medio ambiente y a concesiones de licencias de tipo medioambiental y sanitaria para establecimientos públicos.
¿Y por qué me llaman a mí si yo no sé nada de esto y cada día soy más vegetariano y me conformo con un buen primer plato?
El asunto iba de precisiones lingüísticas. La procuradora que me consultaba me aseguraba que se sentía confusa porque en muchos artículos se escribía la conjunción “o” entre dos elementos y no sabía si realmente separaba o igualaba a esos elementos. Según fuera el caso, se podría interpretar por ejemplo que se le exigía una condición al elemento “A” y no al elemento “B”, o se podría interpretar que se exigía a ambos elementos, el “A” y el “B”, sean estos por ejemplo una carnicería y un escaparate. Estuvimos unos quince minutos dándole vueltas al asunto y fue otra llamada la que cortó el intercambio de opiniones.
Las Cortes tienen, me dijo, asesores letrados, y a ellos habían acudido, pero sus consejos no eran del todo contundentes.
Lo siento, le dije, pero yo tampoco puedo ser categórico. Intervienen, como siempre, diversos elementos y hay que contemplar distintos enfoques: etimológicos, de evolución significativa, de uso social, de antecedentes legales…
“A” o “B” tradicionalmente implica separación o alternativa, eliminación de uno de los elementos para quedarnos con el otro. Pero ya el diccionario incorpora en una de sus acepciones el valor de equivalencia. Alguien me enseñó alguna vez que fue Vicente Aleixandre quien por primera vez utilizó en poesía la conjunción “o” con valor de igualdad, en su obra “La destrucción o el amor”. En ese caso “A” o “”B” significa la igualdad de “A” y “B”, y por tanto no solo no se eliminan sino que se suplen y se sustituyen con la misma validez.
No dejan de ser dos valores confusos y, en cierto modo, contradictorios. A nadie le puede extrañar que, a partir de estos valores, un abogado “listillo” se aproveche de la literalidad del texto y lleve el agua a su molino mientras se forra como leguleyo.
La procuradora tenía razón y no era una minucia lo que consultaba, a pesar de que pudiera parecer algo insignificante. Por eso le insistí en que al menos dejara constancia de lo que eso implicaba y de lo que se podría producir en la aplicación de la ley.
El caso particular, como sucede casi siempre, me importaba poco, pero se me ocurrieron algunas consideraciones de tipo general:
a)      La importancia de redactar con precisión las leyes.
b)      La necesidad de que, al ladito de cualquier redacción legal, haya siempre algún entendido en palabras que cuide su redacción.
c)      La pobreza, a pesar de todo, de las lenguas y de las palabras, que se aproximan pobremente a los conceptos que de la realidad creamos para intentar apresarla y comunicarla.
d)      La necesidad imperiosa de aplicar siempre la buena voluntad y el sentido común, ese sentido común y esa buena voluntad que proceden del convencimiento de que nada hay absolutamente preciso y definitivo, no los que llegan desde la tontería y la falta de análisis: eso es de lelos e imbéciles.
e)      La diferencia entre la legalidad y el legalismo. Y el mundo de aprovechados que se abre desde el mundo de los leguleyos.
f)       La imposibilidad de que una ley, por muy bien redactada que esté, alcance la realidad a la que quiere referirse con absoluta precisión, con independencia de la pobreza de las palabras.
g)      La conveniencia de acudir a alguien que, teóricamente, sabe algo del asunto para pedir ayuda y precisión. Aunque no sé si no le llevé más confusión en este caso.

h)      Y, por fin, lo diversa que es la vida y su discurrir, esa vida que nos lleva a todos y que tenemos que vivir con ilusión pero sin hacernos demasiadas ilusiones, con pasión pero sin forofismos, con un ojo en nosotros y otro en todo lo que nos rodea.

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