viernes, 1 de agosto de 2014

LA FAMILIA Y EL TIEMPO


Las distancias no solo se marcan en metros ni en millas, también se acumulan en días y en años. El espacio y el tiempo se confunden sin solución de continuidad y ponen marco al paso del ser humano por la vida. Este no hace más que situar mojones de referencia para encajar sus actos, sus alegrías y sus penas, sus pequeños éxitos y sus fracasos, sus amores y sus desamores…, el carrusel de cuentas que forman su memoria.
El día marcaba las últimas cuestas del mes de julio y había amanecido fresco, como dando una tregua a los calores del estío. En Salamanca el termómetro apenas marcaba dieciocho grados a las once de la mañana: qué extraño para una ciudad que se derrite con los calores del verano y que se encoge con las nieblas y el frío del invierno.
Pero el destino era otro y el día serenaba e iba templando el ambiente hasta dejarlo claro y caluroso. Pronto eran veinte grados, y veintidós, y veinticuatro. La carretera no se aparta nunca del río camino de Ledesma. Parece como si, sobre todo en estos meses de calor, tuviera siempre sed y le pidiera agua. Y riega el agua las orillas y la ribera en sus maizales, dejando una mancha verde y fresca. Al otro lado de la carretera, el secano y los trigales amarillos, vencidos por la fuerza del sol y por los días largos, esos trigales que otros días fueron segados a mano por gentes de la sierra, bajo el sombrero de paja y el sudor eterno.
Lo primero que se descubre de Ledesma es la torre de su iglesia. Como sucede en casi todos los lugares; es la enseña de fe y de fortaleza, era el eje de todos los oficios, de todas las llamadas, de todos los misterios.
Asunción es una de mis hermanas y, desde hace algunos años, tiene la feliz idea de convocarnos a los hermanos a pasar un día con ella y su familia en una finca próxima a Ledesma. Somos muchos hermanos y resulta casi imposible que nos reunamos todos: las edades, las ocupaciones, las familias… Pero, como no hay mal que por bien no venga, cuando las reuniones son espaciadas, todo parece que se vive con más empeño y ganas. La vida lleva a cada uno a su antojo por diversos caminos y el día que nos pone juntos resulta un día de fiesta y de alegría. Siempre hay alguien que muñe felizmente para que el pan sea sano. En este caso es Fide la que llama, rellama, soluciona pequeños inconvenientes y termina juntándonos a todos. Asunción, Leopoldo y Paco le ponen la guindilla y el organigrama de la reunión.
Pero antes de comer hay que cumplir un rito. Los abuelos paternos descansan solitarios en un pequeño cementerio anclado en una finca cerca de Villaseco, en Mazán. Allí, junto a la ribera y lejos de cualquier ruido y presencia humana, se creó hace ya muchos años un cementerio minúsculo en el que apenas caben unas cuantas tumbas, las necesarias para las escasas familias que trabajaban y bregaban en la amplia finca, las que sudaban para el amo y andaban sometidos como santos inocentes verdaderos y reales.
El desvío de la carretera pasa desapercibido para quien no conoce el lugar. Un camino muy estrecho conduce lentamente hasta unas casas derruidas y comidas por la maleza. Son los restos solitarios del pequeño poblado de Mazán. Algunas paredes conservan la memoria de lo que pudo ser hace muchos años. Desde allí hasta el cementerio no hay ni siquiera un simple camino que indique la senda; hay que caminar por entre las hierbas resecas, haciendo camino físico al andar.
Pero llegamos hasta el sitio convenido. Allí, junto a los restos húmedos de una ribera humilde, que apenas conserva un hilo de agua, a la sombra de una encina que cubre con su ramaje la mitad del lugar, se esconde el cementerio. Qué soledad aquella, qué densidad, qué cerca de la nada, qué olvido, qué abandono, qué ruptura del tiempo, qué silencio… Apenas un cuadrado de unos cuatro metros de lado para guardar los restos de mis abuelos paternos, de mis abuelos a los que nunca conocí porque la línea del tiempo no lo quiso pero que vine a conocer en su reposo eterno muchísimo más tarde. Al amparo del muro, que alguien ha remozado no hace demasiados años, reposan los restos, los recuerdos, la vida y el olvido de los abuelos paternos. Una pequeña estela conserva grabados sus nombres y evoca su recuerdo.
 En la parte alta, una cruz; a la derecha, las iniciales del descanso D. E. P.; y debajo, sus nombres:
JUAN GUTIÉRREZ GARZÓN
MARIANA DOMÍNGUEZ GARCÍA
Y SUS FAMILIARES.
No hay familiares enterrados en su sepultura, o al menos se me borra en la memoria tal posibilidad; pero en esa hora estábamos allí cumpliendo los deseos de romper el tiempo, de contraer las horas y los años y de juntar las vidas de ese eslabón casi perdido en aquel lugar tan solitario.
El sol caía con acto de justicia e iluminaba todo. Cerca pastaba una manada de vacas, sorprendidas por nuestra presencia, por nuestras palabras y por los ruidos que creábamos al limpiar el lugar de los caprichos de la naturaleza.
Mientras adecentábamos el lugar, mi mente se alejó en el tiempo e hizo visible la afirmación del poeta: “!Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”. Y el tiempo se encogió por un momento, y vi a mis padres y a mis abuelos correr por aquellos prados, y los besé en silencio con un abrazo fuerte, y les agradecí el don de la vida y el haber sido mi eslabón trabado en la cadena del tiempo.
Por el mismo sendero volvimos al caserío y, por el aire, yo oía sus voces, y veía sus juegos, y sentía sus sudores… Pero, a medida que nos alejábamos del paraje, cada vez oía con más fuerza la certeza: “!Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”.
Después ya todo fue celebración, y fueron risas, y juegos y canciones (muchas desafinadas), y fue charla de hermanos, y fueron Paco y Asunción, y Leopoldo y Pilar, y Fide y Pedro, y Ramoni y sus Julianes, y Andrés y Felisa, y Nena con su ciática, y Rosalía, ya tan madura aunque tan joven, con sus tres preciosos niños: Sofía, Alejandro y Diego… Y yo mismo que fui uno más contento y satisfecho, al amor y al   afecto de mi familia. De la presente, de la ausente, de la pasada y de toda la que está por venir, alguna ya tan próxima en el tiempo.
La tarde se hizo noche, la noche se asomó con una brisa leve, y el cielo de Ledesma parecía contento. Tal vez por ver que nosotros estábamos contentos. Y porque, para el cielo, los lugares se juntan aunque parezcan lejanos y solitarios.

Hay que romper el tiempo y hacer menos doliente la exclamación aquella: “!Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”.

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