jueves, 10 de julio de 2014

EN BUSCA DE UN DIOS


En uno de sus ensayos más extensos, Montaigne reflexionaba acerca de un asunto que ha traído de cabeza a muchas mentes pensantes y menos pensantes a lo largo de la Historia. De nuevo a vueltas con la definición, el escorzo o el retrato del posible dios. Montaigne procura alargar hasta el infinito la distancia entre las limitaciones humanas y la falta de ellas en ese dios. De esa manera puede inferir que “no concebimos dignamente la grandeza de las altas promesas divinas si somos capaces de concebirlas en algún modo. Para imaginarlas dignamente las hemos de suponer inimaginables, indecibles e incomprensibles y perfectamente distintas a lo que sabe nuestra mísera experiencia”. Desde esta concepción no hay ya ni un paso para una religión esotérica, mistérica, piramidal, de interpretación, de sometimiento…
La otra concepción es la que piensa que, a fin de cuentas, dios no es otra cosa que una representación humana, una necesidad de imaginarse algún nexo de unión entre el pasado y el futuro extensos y un asiento de consuelo, de ilusión y de compañía ante las debilidades humanas. En ese caso, la configuración se ve sometida a las distintas personas que evocan desde sus deseos y necesidades a ese dios y se ve descosido, multiinventado y polirrepresentado y explicado por todas partes. Porque incluso cuando se produce el intento desde las posiciones más honradas y basadas en la organización lógica, los resultados son muy diversos. Es el caso, por ejemplo, de los filósofos.
El propio Montaigne, en un extenso párrafo, recoge muchas de estas variantes, tomadas del mundo clásico griego y romano. Después lo amplía con datos de otras culturas. Aunque solo sea como índice descriptivo, merece la pena recogerlo:
“Tales, el primero que trató de estas materias, creía que Dios era un espíritu que había hecho del agua todas las cosas. Anaximandro opinaba que los dioses nacían y morían en diversas sazones y que el número de los mundos era infinito. Anaxímenes pensaba que el aire era Dios, ser creado e inmenso, que no dejaba de moverse jamás. Anaxágoras fue el primero en suponer que la descripción y manera de todas las cosas la dirigía la fuerza y razón de un espíritu divino. Alcmeón atribuía divinidad al sol, la luna, los astros y el alma. Pitágoras entendía que Dios era un espíritu expandido por la naturaleza de todas las cosas y del que se desprendieron nuestras almas. Parménides creía que Dios era un círculo que rodeaba el cielo y mantenía el mundo merced al ardor de la luz. Empédocles pensaba que los dioses eran los cuatro elementos de los que están formadas todas las cosas. Protágoras no hallaba nada que decir sobre si los dioses son o no son, o de qué son. Demócrito afirmaba que las imágenes y lo que las rodea son dioses, y que esas imágenes nacen primero de la naturaleza y después de nuestra ciencia e inteligencia. Platón disipa tal creencia en diversas formas y establece en su Timeo que el padre del mundo es inmencionable. Añade en sus Leyes que no ha de investigarse el ser de Dios, y en los mismos libros convierte en dioses al mundo, al cielo, los astros, la tierra y nuestras almas.   Jenofonte señala una dificultad de la doctrina de Sócrates, a saber: que unas veces Sócrates dice que no ha de inquirirse la naturaleza de Dios y otras afirma que el sol es dios, y el alma, dios. Y mientras en ocasiones dice que hay un dios solo, otras declara que existen muchos. Espeusipo considera que es dios cierta fuerza que gobierna las cosas. Aristóteles ora dice que es dios el espíritu, ora el mundo, ora el ardor del cielo, ora otra cosa. Jenócrates acepta ocho dioses. Heráclito Póntico vaga entre esas imaginaciones y al fin priva a Dios de sentimiento y le hace cambiar de una forma a otra. Teofrasto circula con análoga irresolución. Estratón asevera que la naturaleza posee la fuerza de engendrar, aumentar y disminuir, sin forma ni sentimiento. Zenón diputa por dios la ley natural, que ordena el bien y prohíbe el mal, y suprime los dioses tradicionales. Diógenes Apoloniatas opina que el aire es dios. Jenófanes profesa de un dios redondo, que ve y oye, pero no respira ni tiene nada en común con la naturaleza humana. Aristón estima que la forma de Dios es incomprensible. Cleanto supone dios ora a la razón, ora al mundo, ora al alma de la naturaleza, ora al calor supremo que le rodea y envuelve todo. Perseo opina que se sobrenombraba por dioses a quienes introdujeron alguna comodidad notable en la vida humana, y que incluso se extendía tal apelativo a las cosas provechosas. Crisipo hace un confuso amasijo de todo lo anterior y cuenta entre mil formas de dioses que supone las de los hombres inmortalizados. Diágoras y Teodoro negaban en redondo que hubiese dioses. Epicuro suponía a los dioses brillantes, transparentes y alojados como entre dos fuertes, entre dos mundos y a cubierto de riesgos, revestidos de figura humana y de miembros como los nuestros…”
Cualquiera de nosotros podría crear también una lista de autores sesudos y, sobre todo, de gentes más próximas a nosotros y sencillas en sus vidas. Cada cual busca la representación que buenamente se ajusta a sus conveniencias y a sus explicaciones. ¿Cómo se le puede negar a un ser humano que ahonde razonablemente en busca de explicaciones o simplemente ¡simplemente! en busca de consuelo? ¿Qué son las religiones sino una forma más de dar imagen a una concepción de dios, pero dirigida en este caso por esas minorías que se apropian las interpretaciones de los textos hasta convertirlos en sus personales concepciones? Y aun más, ¿quién se atreve a negar a nadie la resolución de prescindir de esa imagen personal de un dios de consuelo o de explicación desde un interés también sano y decidido?

Montaigne pensó y escribió en el siglo XVI, en aquel contexto y con aquellos conocimientos, tan distintos de los actuales. Cada avance científico arranca una hoja al Libro. Y ahora se suceden a marchas forzadas ¿Qué pasará dentro de otros años? Sospecho que cada día se afianzará más la certeza de la creación de un dios desde la condición humana como necesidad de consuelo y como asidero ante tanta limitación de nuestras capacidades racionales. Pero mejor si todo fuera con serenidad, con humildad y con algo de osadía por todas partes. ¿El creyente sin preguntas? ¿El superhombre? ¿El ciudadano de a pie con dudas y con necesidades a la vez? A pesar de las playas, de las vacaciones, de los sanfermines o del mundial de fútbol, sigue siendo pregunta angular y en su esclarecimiento y en su nombre el ser humano sigue actuando, amando, odiando, matando, viviendo y muriendo. ¡Qué indigestión si no tiene sustancia el guiso! 

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