miércoles, 14 de mayo de 2014

SI ME CALLO Y ME ESCONDO...

            
Si pierdo mi capacidad de asombro y un punto sabroso de curiosidad, es que me vuelvo viejo, sea cual sea la edad que tenga. Si me callo y me escondo, puede parecer que la res publica no me interesa, y eso, además de ser mentira, me puede conducir a que realmente se produzca esa desidia por la costumbre de no pensar algunos minutos en lo que sucede por ahí, en la calle. Esta aparente contradicción además se sitúa en un contexto de sentimiento de inutilidad y de consciencia de que no puedo hacer nada por modificar el curso de los acontecimientos y por la evidencia de que nadie hace caso a nada de lo que uno, desde esta ventanita pequeña, pueda exponer o argumentar.
En tal estado me hallo y en tal situación habito. Me queda desahogarme de vez en cuando, no sé si para quedarme más a gusto o para liberar ideas ante mí mismo. El resto lo ocupo en imaginaciones que aparentemente poco o nada tienen que ver con la realidad más inmediata, pero que acaso señalen precisamente esa huida ante la imposibilidad de arañar siquiera un poquito en el discurrir diario. De esa manera, cuando uno anda perdido en los ocasos o en las imaginaciones de las dimensiones del tiempo y del espacio, acaso no hace otra cosa que gritar con amargura su soledad y su desesperación ante lo que cree manifiestamente mejorable y a la vez inaccesible para intentar alguna modificación.
Hoy me pueden servir de desahogo unas líneas acerca de lo que ha sucedido con el asesinato de la presidenta de la diputación de León. Nadie puede dudar de que se trata de un hecho execrable y condenable sin paliativos ni atenuantes: eso no habría ni que recordarlo. Pero ¿qué uso político se está haciendo del hecho? Se ha detenido una campaña electoral durante dos días y se sigue hablando el tercer día del asunto. ¿Es que nadie ve la desproporción que se establece entre el suceso y su tratamiento? ¿Es que, ante lo que veo y constato, no tengo derecho a deducir que aquí hay intenciones aviesas y miserables? Y, si tuviera razón en esta consideración, ¿no estoy en condiciones de sospechar que se juega con la sangre hasta de los difuntos? Y, si esto fuera así, ¿no tengo derecho a enfadarme y a mandar todo al carajo para refugiarme en mi mundo interno, olvidándome aparentemente de los demás y de lo demás?
Porque, en las condiciones en las que se mueve esta comunidad, no considerar la situación, sus causas y sus consecuencias favorece, sin duda, a quien está gobernando: ojos que no ven, corazón que no siente. Y después de las elecciones ya veremos cómo vamos tirando. Por pura analogía, bien se pueden suspender días de campaña por tantos asesinatos reales y morales como se producen cada día de manera más gruesa o más sutil. Pero esos otros crímenes solo nos pueden llevar a pensar y eso puede resultar peligroso. Es mejor explotar las emociones fáciles y públicas.
Y es que, puestos a engañar, es mejor hacerlo con el opio del fútbol o de los toros, aunque la patente ya tenga años y solera.

Que la señora descanse en paz, que los asesinos reconozcan su culpa y muestren arrepentimiento, que se esclarezcan todos los datos del horrible suceso, que se avengan los miembros de la familia política a la pertenecían asesinos y asesinada, que nadie justifique nunca la violencia, y menos desde la cobardía del anonimato, que los periodistas más extremistas y subnormales no vuelvan a las intrigas morbosas… Y que, por favor, nadie se aproveche de los sentimientos ni de la sangre de los muertos para desviar atenciones y ocultar realidades, pensamientos y posibles soluciones. Yo creo que vivo engañándome cada día para poder sobrevivir. Pero prefiero engañarme yo mismo, y desde la consciencia de que me estoy engañando. Acaso sea demasiado pedir.

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