lunes, 10 de febrero de 2014

EL SANTO AL CIELO


Diversas circunstancias me obligan a comer muchos días solo. A veces me acompaña el ruido de la tele; otras me envuelve el acordado sonido de la música; siempre, de fondo, el paisaje y el cielo.
En estas circunstancias no tengo que dar cuenta a nadie, salvo a mí mismo, ni de mi frugalidad ni de mi glotonería; tampoco de la velocidad ni de los gustos  o formas con las que me hago con la comida y con sus beneficios. El ambiente lo pongo yo; el ritmo, también; las formas, lo mismo.
Me llaman mucho la atención las formas a las que se someten los personajes y las personas de toda clase en las reuniones sociales. Me llaman no por la necesidad de comportarse con buenos modales en público, sino por lo que me parecen evidentes sobreactuaciones y pérdidas de la naturalidad. He visto a gentes bebiendo agua de un vaso que se las ve y se las desea para ingerir apenas un sorbo por las posturicas raras, tal vez hollywoodienses; las mismas personas que tal vez no hilan ni un silogismo elemental. Qué se le va a hacer, es la vida, y son las tonterías que se nos imponen en tantas situaciones y momentos.
Otra vez me quedo con las impresiones de Cervantes en boca de su dúo inseparable. Esto le decía Sancho a don Quijote en respuesta a una invitación a sentarse a su lado para comer, en mesa redonda con unos cabreros:
“!-Gran merced! -dijo Sancho-; pero sé decir a vuestra merced que como yo tuviese bien de comer, tan bien y mejor me lo comería en pie y a mis solas como sentado a par de un emperador. Y aun si va a decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón sin melindres ni respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de otras mesas donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarme a menudo, no estornudar ni toser si me viene en gana, ni hacer otras cosas que la soledad y la libertad traen consigo. Así que, señor mío, estas honras que vuestra merced quiere darme por ser ministro y adherente de la caballería andante, como lo soy siendo escudero de vuestra merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más acomodo y provecho, que estas, aunque las doy por bien recibidas, las renuncio para desde aquí al fin del mundo.” Cap. XI, 1ª parte.
Y todo esto en un ambiente, al fin y al cabo, distendido y no precisamente versallesco, pues eran cabreros sus acompañantes. Tal vez por ello “No entendían los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de caballeros andantes, y no hacían otra cosa que comer y callar y mirar a sus huéspedes, que con mucho donaire y gana embaulaban tasajo como puño. Acabado el servicio  de carne, tendieron sobre las zaleas gran cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente pusieron un medio queso, más duro que si fuera hecho de argamasa. No estaba en esto ocioso el cuerno (del vino), porque andaba a la redonda tan a menudo, ya lleno, ya vacío, como arcaduz de noria, que con facilidad vació un zaque (una bota) de dos que estaban de manifiesto.”
En estas andaban, menudeando la bota y dejándose llevar por las manos en las viandas, cuando a don Quijote se le soltó la lengua y desembuchó el famoso discurso de la Edad de Oro, allí, en medio del campo, al amparo de cualquier encina y al arrullo del agua de cualquier arroyo. Pero su glosa ya se me hace larga para este contexto.

Pensaba haber dejado nota sobre las apariencias, no de los modos en la comida, sino sobre los vestidos en los Goya, pero se me fue el santo al cielo y la memoria a las comidillas de los sábados en el campo, tal cual Sancho y don Quijote, como cabreros y como pastores al cobijo del té y de las bebidas, que también embaulamos mientras se nos va la lengua en arreglar el mundo en imaginación de otra Edad de Oro, tan alejada de esta Edad de Bronce, de Hierro y aun de Cobre en la que vivimos.

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