martes, 21 de enero de 2014

CIFRAS PARA DEDUCIR


“En España, 20 personas (veinte) poseen la misma riqueza que el 20% de la población más pobre (cerca de diez millones de personas).”
“En el mundo, el 1% (uno por ciento) posee la mitad de la riqueza mundial (la mitad, una de cada dos cosas, uno de cada dos euros o dólares, o tierras, o fábricas, o…).”
Asustan las cifras y uno no es casi capaz de imaginar la realidad que representan. De vez en cuando se publican y nos asustan por un rato; después, al cabo de unas cuantas imágenes diferentes, ponemos tierra de por medio, nos acomodamos a nosotros mismos y a nuestras necesidades egoístas, y a esperar el próximo arreón que nos conmueva otro poquito.
Y tal vez lo peor de todo es que la tendencia a la concentración y al permiso para que eso se produzca se acentúa con el paso del tiempo.
Apuntaré en esbozo tres variables que me llaman poderosamente la atención.
La primera tiene que ver con los niveles en los que realmente nos sentimos aludidos. Solo parece que nos asustan las cifras enormes que abarcan a todo el mundo o a naciones, y no nos damos cuenta de que las desigualdades se producen de la misma manera a nuestro lado, entre las personas que vemos por la calle y que se mueven en unas perspectivas vitales diferentes a las nuestras, siendo así que prestan esfuerzos parecidos. Sería muy positivo que analizáramos la realidad más próxima y que extrajéramos consecuencias. Porque estas cifras mundiales no son más que la consecuencia de la suma de estas otras más pequeñas y locales.
La segunda variable me lleva a pensar en las derivadas de esos números tan escandalosos. Si pensara que no aspiro a grandes cosas y que, por ello, no necesito casi dinero, me estaría perdiendo lo más importante de todo este asunto. Siendo el dinero fundamental, lo es mucho más la concentración de poder y de influencia que atesoran tan pocas personas. Nunca agotarán en su vida tanto dinero ni en caprichos ni en fiestas ni en viajes. Lo que realmente importa es la influencia que ejercen sobre Gobiernos, países, comunidades, empresas y personas en general. Nuestras vidas están empujadas y casi conformadas, si no nos protegemos con corazas de hierro, por las publicidades que ellos crean, por la escala de valores que imponen y por las decisiones, casi siempre caprichosas y egoístas, que toman. Y, de nuevo, sería fundamental entender que esto tiene terminales en la vida concreta de todo hijo de vecino,  y no solo en las noticias de los bancos y de las bolsas.
La tercera apunta a las personas que individualmente se sienten impotentes ante esa avalancha de poder y de influencias que se le viene encima. Unas veces la impotencia se torna en silencio y en huida, otras en grito y otras en acción concreta y cercana. Cada cual sabrá la que tiene que adoptar, como defensa personal, o como intento de modificar la situación o el status quo. Cualquiera menos el seguimiento borreguil y el aplauso del esclavo agradecido porque con ellos no hacemos otra cosa que contribuir al aumento de esa concentración de poderes, al hurto de nuestra libertad y a la anulación del valor de cada persona como tal. Cuando se salga a la calle, si es que se sale, habrá que apuntar contra los poderosos, pero habrá que apuntar también contra los que compran libros de Belén Esteban o se pulen los ahorros en entradas de fútbol sin leer un libro nunca y sin organizar un pensamiento de vez en cuando. Yo estoy hasta el cogote de oír defender al pueblo genérico sin exigirle también su participación y su pensamiento, sin recordarle que los derechos son correlativos de los deberes; y, si no, en coherencia y por honradez, hay que someterse a las consecuencias.
Son solo tres variables y consideraciones desde las cifras escandalosas de la descripción del principio. Hay muchas más que se pueden arrimar.

Me parece que, en el fondo, todas apuntan al sistema, a la organización social, moral y política que nos damos y que no corregimos o cambiamos por pereza o por cobardía. Y es que queremos repicar y andar en la procesión. Y esto todavía no se ha inventado. Estamos tan a gustito en el sistema cuando nos aprovechamos de él, lo criticamos cuando nos va peor, y, como mucho, queremos modificarlo solo para ver si de nuevo nos va a nosotros otra vez bien, aunque el de al lado ande fastidiado. Y así no, coño, así no.   

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