lunes, 18 de noviembre de 2013

¿A QUÉ DIOS IMPLORAR?



Las tragedias naturales se suceden al ritmo misterioso que marca algún dios desconocido. Las humanas suceden a diario (Indonesia, Japón, Ahití, Filipinas…) y parece que a ellas ya estamos acostumbrados, como los ancianos que repiten los actos sin muchas ganas de analizar las causas, acaso porque ya conocen la última y repetida consecuencia que es la muerte.
Estos grandes desastres son cada día más universales, aunque sigan igual de caprichosos y de mortíferos que siempre. También esas tragedias han tomado el camino de la globalización y ya no sirve aquello de ojos que no ven, corazón que no siente.
Resulta sorprendente revisar la historia para comprobar cómo antes estos grandes cataclismos parece que los dictaban los dioses desde sus tronos celestiales, de vez en cuando para saciar cualquier capricho o por un simple ataque de celos entre ellos. Después, la aldea global de las comunicaciones ha situado también estos horrendos espectáculos ante las narices de todo bicho viviente y las distancias se han achicado hasta ponerlos todos en nuestras casas. De ese modo, la tragedia global se desmenuza y se vuelve álbum con fotografías que son primeros planos y golpes en la cara y en la conciencia de todos y de cada uno.
Tal vez por eso las respuestas sean ahora también más generales y las conciencias se agiten y respondan desde los lugares más lejanos y dispersos. Aquello de que la distancia es el olvido se relativiza y empieza a no ser cierto del todo.
Cuando los dioses desencadenaban alguna tragedia y dirimían sus diferencias a golpe de envidias y de guerras, terminaban la contienda con alguna solución más de poder que de otra cosa, o al dictado del dios de dioses, que acababa poniendo orden con un ordeno y mando más severo. Después todo se ha ido fiando a la voluntad del Dios único y al socorrido Dios lo ha querido y los caminos de Dios son infinitos y misteriosos, o tal vez infinitamente misteriosos, que queda más misterioso todavía. Entonces se impone el silencio, el acatamiento, el hágase tu voluntad y hasta el Te, Deum de acción de gracias.
Pero llegó un momento en el que la razón pidió paso y se enfadó ante tanto desconcierto y ante tanto misterio. Tal vez fue en la época de los ilustrados del dieciocho cuando esto empezó a mostrarse más clarito. Y se buscaron razones a las cosas, también a las catástrofes, y, en fin, la duda y el misterio se fueron apartando del campo de batalla. Solo en las mentes de los que se sintieron defraudados, no en los representantes de los dioses, que siguieron atados a sus rezos y a los designios ocultos de extrañas voluntades.
Calculo que aún hoy día esos líderes del espíritu siguen mirando al cielo después de las tormentas e inclinando sus rodillas en tierra, santificando cadáveres y absolviendo difuntos; todo para cumplir la voluntad de lo sagrado, para seguir dando pábulo a lo más misterioso y arcano, al territorio de lo que nadie sabe dónde para. Y acaso es lo peor que tal vez lo sigan haciendo desde el lujo y el boato de los ritos y de los trajes sagrados más vistosos, en un botellón místico que busca los consuelos y agranda las tristezas y los miedos, o tal vez en la seguridad de que el poder se exhibe mejor cuanto más miedo cause.
Y cuando no son los santones religiosos, acaso son los dueños del dinero, que inventan un rastrillo de cruel beneficencia para acallar conciencias y distraer razones más profundas. Porque hay gurús con mitras y sotanas, y los hay con cartillas atascadas de ceros en sus hojas, esos ceros que controlan el mundo, que someten la voz y los instintos y conducen también las opiniones.

¿A qué dios implorar en estos casos? ¿O a qué dios despeñar en el abismo? Entre razón y abismos anda el juego. Y conviene apostar a lo más limpio. La tierra es ya un latido universal y duele cada miembro en los sitios más negros y profundos.

No hay comentarios: