jueves, 12 de septiembre de 2013

TAMBIÉN ME DUELE ESPAÑA


No suelo asomarme con mucha frecuencia en esta ventana a asuntos demasiado concretos. Creo que hay fundamentalmente dos razones para ello. La primera es que otras ventanas más leídas, los medios de comunicación, ya se dedican a eso y casi solo a eso. La segunda es el sentimiento de impotencia que siento ante casi todo y la certeza de que nada de lo que yo pudiera apuntar va a tener ninguna repercusión en nada y sobre nadie. Estas y otras razones me incitan a cerrar puertas y a esconderme en mí mismo y en mis adentros, en el territorio de los principios y de los sentimientos, en el huerto que mala o buenamente cultivo.
De vez en cuando, sin embargo, abro la ventana y dejo volar una paloma que lleva mi mensaje hacia ninguna parte, que lleva mi grito hacia el espacio, donde se pierde desleído y gaseoso. Hoy es un día de esos. Lo es porque es día doce, un día después de la Diada en Cataluña.
Cualquier asunto de esta trascendencia -y todos los demás igual- deberían encararse con serenidad y desde diversos puntos de vista; solo así obtendríamos una visión panorámica y un poco más exacta y serena del asunto.
No tengo nada claro el asunto histórico, la realidad dinástica, política, social y económica de principios del siglo XVIII, de aquel 1714, que, separado en pares de cifras, casi tiene resonancias taurinas. Aunque confieso que, al menos, sí he leído. Menos claro tengo aún que la gente conozca realmente qué sucedió por aquel entonces; ni los unos ni los otros. Y partir de datos reales no sería mal asunto, para no moverse en vaguedades o hasta en mentiras mondas y lirondas. No parece, en cualquier interpretación que no sea demasiado sesgada, que aquello fuera precisamente una lucha de territorios sino de influencias y de comercio; y excedía los intereses de la Península para perderse por los caminos de Europa.
Tampoco sé muy bien en qué medida se repiten ahora, comienzos del siglo XXI, las coordenadas ni los sentimientos de entonces. Parece que no hay que ser muy linces para observar que la Historia avanza y que hay mucho mutatis mutandis que ponerle al asunto.
No conozco a nadie que me convenza de qué nivel es superior en jerarquía, el jurídico o el emocional. El jurídico da buena parte de razón a los que piden decisión de todos los españoles a la vez; el emocional enseña que la ley es solo una referencia al servicio de lo que una comunidad decide en cada momento, que el derecho solo recoge parte de lo amplia que es la vida y que, dicho con expresión popular, no se le pueden poner puertas al campo. En pura analogía, tampoco se le podrían poner peros a decisiones de separación de territorios más pequeños dentro de Cataluña, y así hasta el absurdo.
No sabría calibrar en qué medida tantos decenios de imposición nacionalista han influido en el cambio de opinión y han creado en clima emocional de ahora mismo en Cataluña, pero sospecho que en gran medida. Al revés sucedería otro tanto.
Tampoco sabría aplicar cuántos nacionalistas de emoción han creado las posiciones y la intervenciones de la derecha mediática “central” cada día y cada momento que han abierto la boca, pero también sospecho que mucho miles.
Nadie me ha sabido explicar por qué la izquierda española ha hecho dejación en los últimos treinta o cuarenta años de su vocación internacionalista que como tal izquierda le corresponde por naturaleza.
Ni siquiera sé, por no saber, qué es exactamente eso de “un pueblo”, como se dice del pueblo catalán, del pueblo español o del pueblo de Valero.
Sí tengo algo más claras algunas otras cosas.
Tengo algo más claro el hecho de que, si una comunidad grande se empeña en hacer convivencia por su cuenta, no hay forma humana de retenerla.
Sé que esta realidad llamada España ha andado, por desgracia, casi siempre en un baile sin fin en el que encontrar pareja resulta casi imposible.
Sé que las comunidades son más fuertes si se construyen de abajo arriba y desde la confianza y no desde el recelo.
Sé que los “pueblos” no son tanto territorios, lenguas y costumbres -que también-, sino ideales comunes e ilusiones compartidas. Y sé que estos ideales son una inmensa riqueza porque generan una fuerza incontenible.
Sé que no se puede estar todo el tiempo pensando en si nuestra pareja de baile nos acepta o nos rechaza, pues esto genera recelos y desconfianzas, cansancio y desaliento.
Sé que cuando de la mesa se levanta el más rico y no quiere compartir con el más necesitado, a este se le pone cara de enfado y le vienen a la boca palabras de rechazo y hasta de insulto hacia el más pudiente.
Sé también que el que se siente rechazado anda con el regustillo agriado y no suele cantarle ninguna nana al que le ha dicho adiós, ni le va a comprar a su tienda.
Sé que, en esta situación, todo anda manga por hombro y el tiempo se nubla y se aborrasca. Y sé que la tempestad tardará en pasarse.
Y, definitivamente, sé que, por lo que se ve, no sé prácticamente nada de todo este barullo tan diverso. Al menos me declaro sin certezas, tanto de las de la razón como de las de la emoción.

Tal vez solo sea una la que  se me asienta cada vez más clara: estoy hasta el cogote de que España tenga la historia más triste de todas las historias. Dejadla que camine con soltura y no la maltratéis como a una mala madrastra. Yo creo que no se lo merece.