martes, 24 de septiembre de 2013

LÁGRIMAS EN LA LLUVIA

                   
No sé por qué extraña influencia sigo diciendo con frecuencia que detrás de toda gran obra tiene que haber una gran persona. Me cuesta separar una cosa de la otra. Pero no sé si no es más un deseo que una realidad.
Hace solo unos días me visitaban unos emisarios de una de las editoriales más importantes de este país. Me presté (debía de tener un mal día) a una encuesta rápida en la que me pedían opinión acerca de algunos escritores. Lo hacían, más en concreto, acerca de nuestro último premio nobel. Enseguida torcí el hocico y contesté separando su obra de su persona. Los encuestadores me confirmaron que esa misma respuesta la habían recibido en otros lugares, pero que ellos preguntaban por el escritor, no por la persona; y yo tuve que hacer un ejercicio improvisado de freno y marcha atrás. Seguramente me comporté así por dos razones. La primera es la que me enseña que algunos de mis autores favoritos son aquellos en los que sí se desarrollan en paralelo la vida del autor y sus propias obras: Machado, Lorca, Miguel Hernández… En estos casos seguramente también me deje llevar por el lado de la alabanza, restándole lugar al criterio más sosegado y sereno. La segunda porque, con el paso del tiempo, la obra permanecerá y la persona perderá contorno en la distancia.
He leído la semana pasada una novela de un autor con el que me sucede otro tanto. Se trata de Juan Manuel de Prada. La novela es “Las esquinas del aire”. Es una obra que tiene ya trece años pues fue publicada en el año 2000. Tal vez debía haberla leído antes. Es posible, pero esto me importa muy poco: hay tantas obras que no leeré nunca…
Esta persona se ha convertido en un personaje público que actúa ante los demás casi a diario y que me parece que representa un mundo y un esquema de ideas que no comparto en casi nada. Por si fuera poco, se ha instalado en los contextos más rancios de esta sociedad mediática tan casposa como la española. En fin, que no es santo de mi devoción como divulgador de ideas.
No me sucede lo mismo como escritor. Todo lo que he leído de él me parece que lleva el impulso de un muy buen autor, pues es dueño de una prosa y de una imaginación absolutamente especiales.
En una novela de casi 600 páginas es inevitable que algunas notas desafinen un poco en el global de la sinfonía (siempre según la opinión del lector, que puede a su vez estar equivocado), pero el conjunto me parece sobresaliente. Sobre todo en el léxico y en las imágenes. Ya me subyugaron en sus primeras obras y en esta me siguen llamando mucho la atención. En aquellas primeras obras llegué hasta a dudar de que una persona tan joven pudiera tener un dominio tan minucioso del idioma en el que se expresaba. Después no ha hecho otra cosa que confirmar que las sospechas no tenían ningún sentido y eran sencillamente retóricas.
Especialmente sabrosas son para mí las variadísimas descripciones de todo tipo con las que se salpica el libro. Copio aquí una de las primeras: “Nada más trasponer el umbral, había que sortear un desnivel que era casi un socavón en mitad de aquel vestíbulo sin luz, lóbrego como un pudridero. Martel emergía de la sombra como un cadáver vertical, con la piel de pergamino que se le atirantaba en las sienes, hasta hacerse traslúcida y mostrar el ramaje yerto de las venas, por las que seguramente ya no fluía la sangre. El cabello le raleaba en la coronilla y se desplomaba sobre la frente como una tela de araña que hubiese olvidado las leyes de la geometría. Tenía un parecido pavoroso con el actor Peter Cushing, pero con un Peter Cushing prófugo del sol y ya decantado hacia ultratumba: las facciones aquilinas, los labios afilados y exangües, la nariz como una quilla obstinada y los pómulos muy pronunciados, denunciando coquetamente la calavera. Era el rostro de un intrigante jubilado y exhausto, uno de esos rostros capaces donde la avaricia ha esculpido sus líneas, aunque con la edad sus facciones se habían afinado, disfrazándose de ascetismo, incluso de un cierto ascetismo afable. Vestía un batín de moaré, pero las aguas de la tela habían quedado ocultas bajo la marea de la mugre, que espejeaba como el ala de una mosca. El mobiliario y la decoración de la casona tenían el mismo aire ajado que su batín, al misma infecciosa decrepitud, agravada por la humedad.” Pg. 20-21.
Buen ejercicio para analizar, para imitar, para comentar.
Toda la obra está salpicada de expresiones, metáforas, comparaciones y otros fenómenos literarios, tantos que la convierten en un museo inagotable para el lector: ojos minerales; introducir un cesura en su monólogo; la risa se le quedó atrapada en las encías; su cuerpo era un pellejo tapizando sus huesos; la luz parecía enferma de lipotimia; una polvareda casi comestible; el Museo del Prado, ese hangar para turistas; la piel atezada por el hábito de la intemperie; una incipiente luz tanteaba ya los contornos de las cosas; la cama disparó la alarma del somier como si estuviese denunciando un adulterio; me sentaba junto a la cabecera para escuchar el estribillo de su sueño; su ojo viudo; el fútbol ya empezaba a ser lo que ahora es, un páramo cultural y una escuela de gregarismo; el oro de la gloria y el calderillo del éxito; el cielo tenía una calidad de esmalte, y el sol moría crucificado en su cenit, desangrándose con una tibieza casi otoñal; quizá escribir no consista en otra cosa que en invocar lo que nos falta; la noche se derrumbaba en la ventana como un catafalco de tinta; sus labios se fueron desgastando a medida que se fueron vaciando de palabras; mis ojos sembraban sueños en el mar; ebria de viento y morena de nieve; el dinero, ese sórdido papel donde se estampa la avaricia; dispuesto a modelar el mundo con el torno de la voluntad; la lluvia, aquella salmodia líquida; me fui hundiendo en una vorágine de incuria y envilecimiento, como quien acata plácidamente un moroso circunloquio del suicidio; la atención, esa limosna de la cortesía; estos momentos se pierden en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Y tantos más. Espero adueñarme de algunas imágenes.
Hay quien opina que la lectura se hace así un poco más difícil para el lector medio. Yo afirmo que de esta manera el rato se convierte en un manjar sabroso y escogido.
Después están la trama, el orden de los capítulos, la extensión, la trabazón, es desarrollo de los personajes, la construcción de todo el edificio.

Por cierto, confesaré también mi desconocimiento de la poetisa Ana María Martínez Sagi, pretexto y fundamento a la vez de toda la novela. Es tanto y tanto lo que desconozco.

1 comentario:

mojadopapel dijo...

Se equilibra con tanto y tanto...como aportas.