lunes, 18 de marzo de 2013

Y ES LUNES DE MAÑANA



 Incierta la mañana todavía, los pasos me llevaron, sin aviso, en camino distinto al de otros días. Hoy no fueron los pinos mis amigos, ni respiré sus aires, ni escuché sus latidos cuando los mueve el viento.
Me perdí, calle abajo, en la calleja que sujeta en perfil la carretera que lleva a la estación donde otros días se paraban los trenes. Gibraherrero es su nombre. Es recoleta y vive solitaria. Tan solo la acompaña una veloz y estrecha regadera, que encauza las bravías aguas que vienen monte abajo desde el verde Regajo de los Moros. Una mujer esbelta venía calleja arriba y un muchacho más joven sujetaba el dogal de un perro negro. También aquí se respiraba el aire puro y limpio de estos montes serranos.
Los árboles, castaños sin injertos, del llamado Paseo de la Fabril se encuentran ya de parto; están rompiendo aguas para mostrar al mundo la gloria de la vida en forma de hojas tiernas. Son tal vez los primeros en estas latitudes. Yo los conozco bien, son mis amigos; como lo es el almendro que, en la pared de enfrente, ya luce con sus hojas, frente al sol y a las nieves que viven en el cielo. Para ser más exactos, los castaños están catalogados y bien saben que el parto es por su orden. Es el tercer castaño, joven y desmochado, el que primero dice cada año que ya no aguanta más. Los demás simplemente le toman la palabra, y, al cabo de unos días, ya todo es hoja tierna y verde en fiesta.
Hoy todo fue distinto. Unas vallas prohibiendo a los vehículos su paso anunciaban que allí pasaba algo diferente. Y allí estaba la muestra bien patente. Algunos operarios devastaban, desde casi la base, las ramas, sin piedad, de los castaños hasta dejar aquello como un triste y oscuro cementerio. Más pensé en una tala que en un vulgar desmoche. Menos mal que el castaño que ya enseña sus hojas en la más tierna edad seguía sin ser cortado por el medio.
Un técnico me dijo que había habido protestas de algunos residentes de la zona porque en tiempo de otoño caían de las ramas las castañas y herían las capotas de sus coches. Imbéciles, idiotas. ¿Qué queréis que descienda de esas ramas del esbelto castaño, el maná del desierto o acaso descomunales ruedas de molino? Se lamentaba el técnico y asentía a mi expresión de rabia y de cabreo: “Es la Diputación la que controla y regula este espacio de calzada”. ”!Y a mí qué me interesa!”, le respondí sin pausa.
Nadie sabe que aquello ha sido y sigue siendo lugar de sombra y charla en las tardes sin tregua del estío, que salir al amparo de la sombra y al descanso tranquilo de los bancos es dar certeza y muestra de que existe la vida, de que ahí están los otros, cargados con el peso de sus vidas, que vienen a contarnos por un rato sus cuitas y sus risas, sus simples ilusiones, sus desdichas. Cuántas veces contemplé allí a mis padres, al serano, conversando con otros o conmigo, o dejando correr sin darse cuenta el paso de las horas.
Yo sé que a la arboleda hay que cuidarla, que tiene que vestirse y desvestirse con el tiempo y que a veces precisa que la embridemos fuerte para que viva alegre y vigorosa. Es lo que hacemos todos. Pero hoy aquello olía a páramo y desierto, a degollina y muerte, a guillotina y campo de batalla cuando solo se muestra en abundancia la carne de los muertos.
Enfrente vive gente a la que unas castañas abollan un poquito las relucientes chapas de sus coches. Vaya por Dios; se les han concedido pisos y viviendas en condiciones harto favorables y ahora sus remilgos hacen ascos de unas simples castañas.
Son los síntomas claros de lo que apunta vivo en todas partes: son los coches más graves e importantes que las mismas personas, y el técnico de turno arregla su parcela sin conciencia de que el hombre es la suma de muchas otras cosas y que es esa armonía entre las partes lo que le da valor a su presencia.
Hoy el ejemplo fue en el suave Paseo de la Fabril, pero todos los días es lo mismo en el cemento verde de mi plaza, donde suben los coches sin vergüenza, robando los espacios a los juegos y risas de los niños, donde amplios altavoces resuenan en los coches provocando el asombro y el escándalo sin que nada parezca conmover a los dueños idiotas de los mismos, y menos a las hembras que muestran complacencia -permitidme que no sea más explícito- cuanto más suba el tono de la música. Poned en masculino lo que va  por delante de los guiones si es ella la que llega conduciendo.
Por eso este misántropo se enfada y muestra en diminuto un desahogo, que no puede ser más porque, en el fondo, hay poco que regar desde un pozo sin agua y en desierto.
Es lunes de mañana. De frente se presenta la semana. Veremos, dijo un ciego, y se puso a mirar por la ventana.

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