lunes, 1 de octubre de 2012

SIEMPRE OTRO NUEVO MADRID


Otro fin de semana madrileño, de un cambio de resorte y de contrastes, de vida al tresbolillo, de miradas sin cuento, de dejarse llevar en la abundancia, de poner un paréntesis al cauce de los días, de ver que el hombre pesa y gravita con otra densidad un poco diferente. Tal vez sean los horarios, acaso el imposible sosiego en medio de ese caos organizado en el que se convierte la vida de la ciudad, quizás sea simplemente que la vista no puede con tal carga de imágenes.
Y otra vez la certeza de que, si uno se deja llevar por la curiosidad, la ciudad da para mucho, porque la ciudad lo tiene todo y tal vez no retenga nada.
Dejaré apuntes solo de cuatro curiosidades del fin de semana.
La lluvia me condujo hasta la urbe el viernes por la tarde. Qué alegría de agua inaugurando una otoñada sedienta en todas partes. El agua da la vida y vida era lo que desde lo alto descendía y se esparcía durante todo el trayecto.
Después de algunas actividades comerciales (siempre los polígonos industriales, las grandes superficies, y el runrún incesante de comprar y comprar), tuve oportunidad de acercarme hasta el Cerro de los Ángeles. Era una vieja aspiración y nunca se me lograba. En mi despunte juvenil nos llevaron varias veces andando desde Leganés hasta aquel cerro, en camino de ida y vuelta. Hoy las huellas del camino están borradas por las edificaciones y por las carreteras, pero permanece en pie aquel monte simbólico y centro geográfico de las Españas. Cuando yo lo visité por primera vez (hace demasiados años de ello), no tenía ninguna noción de lo que representaba ni de lo que en él se guardaba. Después me fui enterando de su pequeña o gran historia. Creo que sigue manteniendo ese tufillo imperial y de incienso, unidos por los años de la dictadura y por la presencia religiosa de las monjas. Pero me gustó el paraje, me gustó ver el amplio panorama que desde aquel alto se domina, y despertó en mí la neblina de mis catorce o quince años caminando por aquellas llanuras.
La tarde fue propicia para el descubrimiento. La casualidad me llevó hasta la ciudad de Alcalá. Su parte antigua conserva el sabor de los poblachones antiguos en los que el tiempo parece que se ha quedado a pensión y se le ha olvidado la senda para continuar. Qué hermosa su calle mayor y toda su parte antigua. En cuanto la calle se ensancha, aparecen los dominios de la universidad, de la vieja universidad alcalaína, y Cisneros, y Cervantes, y todo el Siglo de Oro, y la extensión americana de la misma. Cervantes para ellos es un tesoro y bien que lo explotan: su casa natal, su plaza, las exposiciones, su centenario. Allí estaba, cerrada, como casi todo lo que España puede enseñar, la casa del glorioso manco, la pluma que colgó definitivamente para que nadie se atreviera a continuar su inmortal obra. Había también una exposición -esta sí, abierta- en la que, junto a manuscritos que tenían que ver con Cervantes, se exhibían elementos de expresión popular de Castilla y León. Una gozada ver hermanadas a las dos grandes universidades de los Siglos de Oro. Por allí deambulé y desde allí imaginé. ¿Cuántos ratos de placer le debo yo a Cervantes? No sabría encarecerlos, ni siquiera contarlos. Así que, gracias al cielo y a su recuerdo.
Cuando anochecía, se nos ofreció la posibilidad de asistir a un concierto de órgano en la catedral. Las perspectivas de asistir al teatro en la capital se esfumaron, pero merecía la pena. Una organista y una flautista noruegas nos deleitaron con un repaso de autores extraordinarios. Y de nuevo volví a recordar los conciertos en la catedral de Salamanca, durante los veranos de cursos internacionales, con las vidrieras dejando colar el sol en forma de arco iris, el fresquito en el interior, el silencio y hasta la sacralidad, el cuadro de jóvenes de todo el mundo, y el son de la música, la música callada y la soledad sonora. Qué deleite para todos los sentidos. Pues algo así, aunque en tono menor, y no por las intérpretes, que lo hacían muy bien, sino por la noche y la grandeza de la catedral, menor sin duda que la de la catedral salmantina. Incluso con el obispo facha en los bancos delanteros, ese obispo homófobo y anticonstitucional que regenta aquella diócesis. Incluso así. Y un detalle técnico interesantísimo: la presencia de varias cámaras que dejaban ver el juego de pies y manos a la vez en la interpretación al órgano, algo que yo nunca había podido ver.
La tarde noche quedó bien empleada y la vuelta fue placentera, incluso por el laberinto de carreteras y vías de comunicación que bordean y atraviesan Madrid.
Un paseo último por el centro se me hace casi imprescindible cada vez que acudo a la capital. Es la zona más mundana y universal de la urbe, el sitio en el que todos son del mismo lugar y nadie es de ningún sitio, el emplazamiento en el que te puedes dar de bruces lo mismo con un protestón nudista que con una banda de ilusionistas o un conjunto de música del este de Europa. Y siempre, el top manta con el puesto abierto y ofreciendo mercancía de imitación y copia. Cada cual según sus escasas posibilidades y con el pie puesto en pared por si aparece la policía.
Esa noche se les veía más tranquilos. Los del top manta se lo saben todo. Sabían de la concentración de gente cerca del Congreso, en manifestación de protesta, y la presencia de la policía en aquel lugar. En efecto, a pesar de la hora y de que no íbamos con conocimiento de esa manifestación a esas horas, desde el coche pude observar la exagerada presencia de policía dando cerco a la institución, centenares de agentes custodiando lo que se custodia solo pues todo el mundo sabe que nadie iba a entrar físicamente en el recinto. Como si la prohibición física pudiera negar la razón o la sinrazón de los que protestaban. Reconozco que me marché a casa con un poco de mal sabor de boca por solo haber rozado y rodeado la concentración y por no haber participado siquiera un rato con mi presencia en ella.

Pero la mañana del domingo me tenía reservada otra extraordinaria sorpresa. Otra especie de casualidad, ayudada por mi negación a contribuir en las compras en grandes almacenes públicos, me llevó hasta Mejorada del Campo. Es un pequeño pueblecito no lejos de Madrid. Cualquier día quedará integrado en el caos de la gran urbe, pues los campos que lo rodean están ya bajo la mirada de los planos urbanísticos para miles de viviendas y para gozo de especuladores de grandes fortunas, esas que se ríen de la crisis y que mueven a su antojo los mercados. En Mejorada vive un personaje absolutamente especial y extraordinario. Se llama Justo Gallego. Justo tiene nada menos que la friolera de ochenta y siete años y lleva más de cincuenta trabando en la construcción de una catedral. Justo fue por poco tiempo un monje, creo que trapense, en la provincia de Soria, y tuvo que dejar el convento por una enfermedad contagiosa. Parece -así lo confiesa él- que desde entonces se consagró a la idea de construir una catedral para dar muestra en la tierra de la grandeza de su Dios. Dios mío, que ejemplo de fe, qué constancia, qué fantástica locura.
Creo que Justo va a salir con el empeño. Yo vi, entre asustado y alucinado, un edificio enorme, con aire entre modernista, un poco daliniano y gaudiniano, con el esqueleto ya totalmente conformado y a la espera de ir dándole concreción a un esqueleto que ya se tapa y se conforma para gozo de quien lo quiera visitar.
Hablé un momento con Justo, con este arquitecto de la fe (él solo tiene conocimientos de fe pero ninguno de arquitectura: “todo lo tengo en mi cabeza”, confiesa) y me dijo que él no vería el final de la catedral, pero que ya tiene sucesor en el empeño. ¡Porque la obra es trabajo personal de unos brazos cuya misión única en la vida es dar cuerpo a una idea de fe y de alabanza! ¡Todo lo que hay allí ha salido de las manos y de la imaginación de Justo!
Cuando contemplaba aquella maravilla, pensaba en la fuerza que tienen los sentimientos y lo que puede llegar a lograr la voluntad. Confieso humildemente que no es fácil que exista en el mundo nada ni siquiera parecido. La obra tiene tanto de solidez en la fe como de fragilidad en la estructura de materiales, de modo que pensaba cuánto podría resistir aquel armazón al paso del tiempo. Pero pensaba también en la dificultad de encontrar a alguien que un día tenga que decidir por la seguridad física de todo aquello. No será nada fácil decidir negativamente sobre su uso o sobre su demolición. Si de fe se tratara, aquello tendría que ser imperecedero.
Justo seguirá trabajando muchas horas diarias hasta que la muerte le llegue. Lo pillará con las manos en la masa, empeñado en dar gloria a su Dios amasando cemento y poniendo chapas para que no se moje el interior. Yo no sé decir otra cosa que esto: dedicar un rato a visitar, conocer y pensar en lo que aquello significa, con Justo Gallego en el vértice de todo, es algo enriquecedor. Desde el centro de la nave de esa catedral, si existe el paraíso, Justo ascenderá en manos de las nueve clases de ángeles y será recompensado con el cargo de deán de la catedral celestial. No se merece menos.
Y aún dio el fin de semana para más asuntos, pero me obligué a dejar anotadas solo estas, no son pocas ni menores. Vale.  

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