viernes, 27 de julio de 2012

CITIUS, ALTIUS, FORTIUS



Más rápido, más alto, más fuerte. Este es el frontispicio que durante los próximos días se dejará ver en todos los lugares del mundo, el faro que iluminará los días y las noches del cálido verano en el hemisferio norte o el crudo invierno en el hemisferio sur, el reducto en el que se esconderán las más nobles intenciones de mucha gente, tanto participante como asistente. En fin, que comienzan los Juegos Olímpicos.
Como sucede con todos los espectáculos que, sobre todo visualmente, nos sobrepasan y nos hacen concentrar la atención, el ser humano normal olvida otras preocupaciones y se deja llevar por lo que está viendo, por aquello que otros semejantes son capaces de realizar y que él no alcanza en su caminar diario. Cualquier realidad deportiva -y de los otros tipos- no es más que una realidad extraña por rara y por llamativa. Como ahora se juntan muchas realidades deportivas de carácter superlativo, y los medios de comunicación las magnifican hasta el éxtasis, la voluntad humana se rinde y se deja llevar, se somete y se idiotiza, se despersonaliza y se convierte en admirador incondicional y, con demasiada frecuencia, absolutamente imbécil (sin báculo).
Sería extraordinario que cada espectador entendiera ese frontispicio de citius, altius, fortius, como aplicable a sí mismo. Pero no es el caso, ni interesa al espectáculo. Al festejo lo que le interesa es que la separación entre el logro del atleta y el espectador sea la mayor posible; es entonces cuando se produce la perplejidad, la admiración, el abandono y la rendición del hooligan.
El atleta actúa por delegación, como representante de una comunidad, pero la preparación es suya, la recompensa es para él y el reconocimiento lo recibe de manera individualizada; de hecho, repasar el valor de las olimpiadas de la Grecia clásica o recordar la actividad y las recompensas públicas de los gladiadores del circo romano nos dan una pista certera de lo que se dice.
Me pregunto qué utilidad le podríamos sacar a la frase latina si la aplicáramos a la vida de cada uno de nosotros. Porque en las olimpiadas, como en casi todas las actividades de esta nuestra historia, son solo los campeones los que quedan en el recuerdo, los señalados con la varita de la admiración, los que se graban en el índice de libro general. Los demás pasan al fondo del olvido en poco tiempo, a engrosar las filas del fracaso. La mejor prueba es que se cuentan las medallas, no las superaciones; se apuntan los trofeos, no las preparaciones; se anotan las clasificaciones, no los esfuerzos individuales ni las marcas personales. Una muestra más, entre tantísimas, de que lo que interesa es vencer en la comparación, ganar dejando perdedores por el camino, hacer buenos y malos.
Que nadie se engañe, es lo que aplicamos desgraciadamente en casi todas las acciones de nuestra vida. Es, por ejemplo, lo que propugna el ministro de educación. J. Ignacio Wert, con sus planteamientos educativos, que el citius, ltius, fortius se entienda solo por comparación con los otros estudiantes, no con la superación personal según las posibilidades de cada uno.
En fin, un espectáculo hermoso para la vista, atractivo para el sofá y el refresco, y fundamental para la cuenta de resultados de los medios de comunicación.
¿Qué tal si aplicáramos a la ética y a la moral individual y social lo de citius, altius, fortius? Menuda olimpiada diaria, qué cantidad de medallas, cuánto podio colectivo, qué convivencia tan positiva.

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