viernes, 15 de junio de 2012

PASEANDO POR LA SIERRA DE FRANCIA (7)


Las rutas oficiales marcan la existencia de pinturas muy antiguas en cuevas naturales. No están lejos y las primeras aparecen a no más de dos kilómetros, río arriba del convento. Son las pinturas rupestres de las Cabras Pintás. Una escalera empinada que parte del mismo camino a la derecha conduce a los caminantes hasta este singular paraje. En el vertical de una inmensa canchalera, se dibujan, diminutos, unos bocetos esquemáticos que reproducen animales. Alguna fotografía adjunta ayuda a la identificación que, de otra manera, se hace muy dificultosa. A los caminantes no les interesan tanto las pinturas esquemáticas como la vida que representan y el trozo de historia que esconden. Y entonces evocan la forma de vida de quienes pintaron de forma tan elemental estas figuras, su aislamiento, su posible esquema de vida, sus relaciones, sus horarios, sus ilusiones…, todo un mundo colgado de las piedras en forma de pinturas ocres.
 Lo mismo sucede con las del Canchal del Zarzalón. Cualquiera puede imaginar la actividad de cualquier pastor, al resguardo de cualquier tormenta o simplemente descansando para reponer fuerzas, y enfrentándose a la belleza a través de esos simples trazos. O tal vez la existencia de una simple comunidad, con refugio entre las rocas. Cualquier cosa. A la mente de uno de los caminantes llega entonces la ronca voz de Ángel Gonzáles con su autorretrato: “Para que yo me llame Ángel González, / para que mi ser pese sobre el suelo, / fue necesario un ancho espacio / y un largo tiempo: / hombres de todo mar y toda tierra, / fértiles vientres de mujer, y cuerpos / y más cuerpos, fundiéndose incesantes / en otro cuerpo nuevo. / Solsticios y equinoccios alumbraron / con su cambiante luz, su vario cielo, / el viaje milenario de mi carne / trepando por los siglos y los huesos. / De su pasaje lento y doloroso, / de su huida hasta el fin, sobreviviendo / naufragios, aferrándose / al último suspiro de los muertos, / yo no soy más que el resultado, el fruto, / lo que queda, podrido, entre los restos; / esto que veis aquí, / tan solo esto: / un escombro tenaz, que se resiste / a su ruina, que lucha contra el viento, / que avanza por caminos que no llevan / a ningún sitio. El éxito / de todos los fracasos. La enloquecida / fuerza del desaliento…” Ahí están sus antepasados, la enloquecida fuerza por la vida que le ha dado su oportunidad, que le ha convertido en un eslabón más de esa cadena infinita, de la que estos pintores han dejado un eco entre nosotros. Nosotros somos también ellos y ellos son también nosotros en cualquier manifestación.
De vez en cuando, el río se parte en dos enormes canchaleras, que parecen guardianes de sus aguas y que forman en escorzo imágenes formidables. Alguna tiene nombre bien significativo: las Catedrales. Ahí están, como testigo continuo del desgaste del tiempo y de la solemnidad de los espacios.
Hasta un par de veces el cauce del río se divide en valles que convergen y que suman sus aguas, cada vez más escuálidas a medida que asciende monte arriba. En un momento indeterminado, el camino se hace sendero angosto y se empina vertical, se aparta por un rato del río y deja ver perspectivas distintas del valle que va quedando atrás. Pero no lo hace por mucho espacio pues pronto recupera el paralelo con la corriente, ya escasa a estas alturas.
Cuando el agua se agota, se presiente la fuente y el origen de la misma. Ahora ya el más pequeño caudal lame las peñas de su cauce y forma lenguas líquidas cristalinas y rápidas. A veces se remansa en pequeñas pozas o charquitos que, a lo largo del tiempo, ha ido forjando en las mismas rocas.
Cuando las fuerzas empiezan a flaquear y no se tiene ninguna noticia del mundo ni del tiempo, aparece la llamada Cascada del Chorro. Como sucede en algunos otros lugares, el agua y otros fenómenos naturales han cuarteado la piedra hasta formar un enorme tajo por el que se desploma el agua en chorro y en cabellera líquida y espumosa. Para que el paraje resulte más formidable, todo se tiene que confabular, de modo que la frescura y el arbolado inviten al descanso y hasta al baño, en una especie de cuenco natural propicio para el descanso y para la ensoñación.
Eso es lo que hacen los senderistas. Allí reponen fuerzas, allí beben, allí inmortalizan su visita con fotografías, allí evocan los lugares sagrados de diversas culturas, allí contrastan con otros lugares y con otras situaciones y allí entienden otra vez la línea sutil que separa el mundo de la razón del mundo de la imaginación. Hoy ellos prefieren el de la imaginación y le dan rienda suelta en busca de vírgenes aparecidas, de ninfas y de seres mitológicos y de todo lo que quiere llegar a formar parte de este momento especial. Después intentan darle razón a toda esa sinrazón imaginativa y en ello gastan un buen rato. La montaña lo envuelve todo, el suave rumor del agua da fondo a una agradable sensación.
Pero hay que volver. Y se vuelve. El descenso se hace en el sendero tan lento y cuidadoso como en la subida. Hasta que el angosto sendero se torna confortable camino. Es el momento de disfrutar del paisaje que se observa valle abajo. También hoy la luz, en lo alto, va aclarando y marcando contraste con el verde del valle. Aquí no hay más que valle, rumor de agua y cielo. ¿Para qué más? No puede extrañar que hasta aquí se hayan venido animales de todo tipo. Los caminantes se encuentran un sapo que asciende, no se sabe a qué, lejos del río. Tal vez nunca habían visto otro de tal tamaño. Abundan las culebras y las aves rapaces, que parecen vivir en plena libertad y sin cuidados.
Otra vez la charla, ahora que la cuesta no cobra tributo, acompaña a los caminantes. Por primera vez en los días que llevan de camino, hablan de mujeres. ¡Qué raro! Pues así es. Lo hacen con la serenidad de la experiencia y con la tranquilidad de quien reflexiona y no necesita exageraciones de ningún tipo.
Es mediodía cuando dan vista de nuevo a las paredes del convento. Otra vez la agradable frescura al lado del río y de las tapias, el claroscuro del dosel de los árboles y el rumor de las aguas. Muy cerca del río, en la margen derecha, hay un merendero dispuesto a acoger en sus mesas a los tres caminantes fatigados y hambrientos.
Los caminantes comen, sacian su sed con buen agua, mejor vino de la bota y excelente gazpacho, y rinden tributo al sueño bajo las afiladas ramas de algunos chopos y alisos que bordean el cauce del río Batuecas. ¿En qué soñará cada caminante durante el descanso? Al lado está el convento  con su aire sanjuanista que lo invade todo; arriba se muestra el cielo, ahora más abierto y claro; enfrente apunta la carretera, por la que apenas transitan vehículos; y por todas partes crece vegetación abundantísima y muy variada, toda la que corresponde a este microclima tan agradable.
Para acompañar el descenso del río, se ha construido una pasarela de madera que facilita el paseo a cualquier persona, también a las que padecen alguna minusvalía física. Extraordinaria idea que viene a dar realidad de la igualdad de oportunidades que a todos nos tiene que corresponder en cualquier circunstancia en la que nos encontremos. Por ella camina un matrimonio inglés que despierta a alguno de los caminantes, ahora entregado al sueño y al reposo. No importa demasiado pues es hora de ponerse en pie y de seguir ruta.
Lo primero que hacen es pasear río abajo por esa pasarela de madera que lleva hasta un aparcamiento de coches. Es momento para reposar la mirada de nuevo en los infinitos madroños, alcornoques, quejigos y otros árboles que forman un jardín muy variado. Por esta vez, también se han ocupado de colocar leyendas junto a algunos ejemplares, algo que facilita la identificación y el conocimiento.
Es media tarde cuando los caminantes se convierten de nuevo en viajeros y ascienden en coche por la carretera que los ha de llevar hasta el puerto del Portillo. De nuevo, en lo alto, se asoman al balcón que enseña el valle y las montañas lejanas en las que han perdido sus pasos por la mañana. Qué densa lentitud la que se advierte en el paisaje. Allí abajo dejan el río y la arboleda, el silencio del claustro, la sensación del espíritu y el contraste con el mundo de la civilización. Era lo que iban buscando y lo han encontrado: misión cumplida.
En la otra ladera de la montaña, se asienta La Alberca. Allí vuelven a parar. No han de volver a parar en el pueblo y los viajeros quieren decir adiós a sus calles y callejuelas, las calles de la frescura, las callejuelas de los rosarios y de las invocaciones a las ánimas, los empedrados de los turistas y las bodegas de los lugareños. Tal vez La Alberca sea un poco víctima de su propio éxito y ande sobreexplotada en comercios y en edificios hoteleros. Tal vez.
Los viajeros pensaban hacer alguna ruta corta que partiera del pueblo y volviera a él. Pero no terminan por ajustar ninguna y deciden poner rumbo al Casarito cuando la tarde va cayendo y el sol se va alejando por el horizonte.
Esta vez se detienen en el puente que salva el agua del río Francia. En su cauce descansan y humedecen sus pies. El agua está fría y no permite el baño. La cumbre no anda lejos y lo que desciende de ella todo es fresco. Resulta muy agradable para los viajeros darle al palique en cualquier sitio y el paraje bajo el puente, con los pies en las frías aguas del río, invita a ello. Allí pasan un buen rato, mientras los rayos se van difuminando en la loma de los montes.
El crepúsculo los pilla con el cansancio y la sed en uno de los bares del Casarito. Después, de nuevo, La Nava, la ducha reparadora, el paseo al arrullo del aire nocturno, la cena y la charla. El sueño los coge, otra vez, con los deberes hechos y con el sentimiento de que la ruta ha merecido la pena. Que ustedes descansen.  

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