sábado, 9 de junio de 2012

PASEANDO POR LA SIERRA DE FRANCIA (1)

Cualquier tiempo es bueno para echarse al camino, pero la primavera empuja y nos manda a la calle y al campo. A veces pienso que tendríamos que dejar la casa en el mes de abril y no volver a ella hasta entrado el otoño. Ya sé que es hablar por hablar pero alguna experiencia como esa sería bien sabrosa.
Me gusta salir al campo y experimentar sensaciones en su seno, me complace charlar y analizar hechos y desarrollar ideas bajo el calor del sol o a la sombra de un árbol frondoso, me alegra ver el asombro de la naturaleza cada año en primavera y su rendición y vuelta a sí misma cuando los calores la agotan y se refugia en el frío, me satisface sobremanera saciarme en cualquier fuente o echar un trago de la bota cuando el sudor me puede o cuando siento frío… Me gusta salir al campo. De hecho, cualquier semana que me quedo sin esa salida me siento un poco huérfano y echo de menos lo que ya se ha convertido en una feliz costumbre.

Vivimos tiempos en los que salir de casa y viajar se ha vuelto una obligación social casi ineludible. Las grandes compañías de viajes se encargan de cifrar una escala de valores en la que el viaje programado y a larga distancia ocupa un lugar muy destacado. En un país como España, tal vez por contagio con el negocio, el asunto se acentúa y da hasta para crear un ambiente artificial y exagerado en el que medio año andamos al completo y otro medio tenemos que cerrar o sobrevivir como podemos. No me gusta que la idea del viaje moderno se haya extendido por muchos dividendos que produzca. Me satisface mucho más el otro viaje reposado y tranquilo, aquel que da para ver y para saborear, para hablar con los nativos y lugareños, para comparar paisajes, para charlar sin prisas, para llenarte de luz y de naturaleza, para entender la vida de cada sitio, para aprender sin prisas.
La idea partió, nuevamente, de la mente inquieta de Jesús Majada. No creo que su Málaga adoptiva lo encorsete pues sé que se ha asentado bien allí. Tampoco estoy seguro de que su niñez y adolescencia salmantina y cacereña le tiraran demasiado del corazón. Tal vez habría un poco de todo. Espero que en ese todo existiera también el deseo de reunirse con unos amigos y de recuperar algún tiempo perdido entre los vaivenes de la vida, que disgregan a la gente y mandan a cada cual por un sitio.
El caso es que propuso unos días de caminatas y de peregrinajes por la Sierra de Francia y yo entré al trapo inmediatamente y sin reservas. La ocasión, el lugar y las fechas bien lo merecían. Solo nos faltaba la tercera pata  para que la mesa de la amistad se completara. Así que llamamos a Antonio Merino a Cáceres y todo se puso en marcha.
Nuestra idea era hacer centro de operaciones y de caminos en el convento carmelita de San José de las Batuecas pero se torcieron las intenciones: solo nos admitían si pernoctábamos durante cinco noches y con la intención exclusiva de la meditación y de la oración. Nuestro respeto por la religiosidad, como elemento esencial para el ser humano, está bien asentado, aunque su concreción nos plantee muchas más dudas; pero nuestras intenciones eran otras y hubo que buscar nuevas soluciones. Un ofrecimiento familiar nos facilitó casa en el pueblo de La Nava de Francia y el horizonte quedó claro y despejado. Teníamos hotel gratuito, teníamos coche para los desplazamientos imprescindibles, teníamos fechas y, sobre todo, teníamos el ánimo dispuesto para caminar y para peregrinar por las sierras del suroeste de Salamanca.
Sin una concreción definitiva (siempre cierto grado de improvisación ofrece buenos resultados), ideamos cuatro rutas que nos habían de llevar por los cuatro puntos cardinales de esa comarca serrana, hermana de esta otra de Béjar y madre de la entresierra donde se esconde el pueblo de mi vida: Valero. Así que hicimos previa en Plasencia para presentar un libro de Jesús y Antonio y, al día siguiente, con viento de levante, quiero decir de levantarse y de ponerse en ruta, desde la sierra de Béjar, pusimos rumbo hacia la aventura y hacia la charla amistosa. De frente y en lo alto, allá en el horizonte, la majestuosa Peña de Francia. A ver qué nos depara el camino.

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