domingo, 17 de junio de 2012

PASEANDO POR LA PEÑA DE FRANCIA (9)


Los caminantes vuelven tras sus pasos y, a poco de cruzar de nuevo la carretera, toman el desvío de su izquierda, aquel que los ha de llevar por el medio de la ladera sur hasta el pueblo que estos días es cerezas, más cerezas y después todavía más cerezas.
Es una senda casi llana y soleada que enfrenta a la ladera norte de la Dehesa. La suerte del calendario hace que los cerezos muestren todos sus frutos en la mejor sazón. Son solo dos o tres kilómetros los que separan la cima del valle del pueblo, pero el camino se hace interminable. Se hace así porque los caminantes lo quieren y porque la tentación de las cerezas impide que lo hagan con más rapidez. Aquí todo está a pedir de boca. Y la boca pide, los ojos hechizan, el estómago agradece y la cabeza se desentiende de toda regla de contención. A un cerezal de un tipo irresistible le sucede otro de un tipo todavía más atractivo. Y así hasta las mismas calles del pueblo de Monforte, llenas todas ellas de cerezos cargados hasta los topes y con sus ramas abangadas de peso hasta casi el suelo. Menos mal que el tiempo anda tibio y se compadece del estómago de los caminantes. Qué sabia es la naturaleza. Uno de los caminantes recuerda que hace unos años le encargaron el pregón de la fiesta de la cereza en Mogarraz y no pudo asistir. Hoy bien que lo siente e imagina lo que se perdió. Otra vez será.
En la entrada del pueblo de Monforte han creado los habitantes una cooperativa de frutas. Es tal vez la fórmula menos mala de comercializar las cerezas. Porque los años no vienen siempre bien y los precios andan siempre bajos y al antojo de los compradores. Eso es lo que afirma una buena mujer, que sale de la cooperativa y marcha hacia su casa, mientras indica a los caminantes la mejor senda para bajar hasta Cepeda y cerrar el círculo del camino de hoy.
Todo es un mar de cerezos y de cerezas también en el descenso. Ahora ya el sol aprieta más, los estómagos andan llenos y la precaución invita a los caminantes a medir sus puñados de fruto. Al final de la cuesta, casi toda asfaltada, una amplia pista de tierra se abre camino muy cerca del riachuelo. Un lugareño la cruza con una furgoneta que levanta una enorme polvareda. Los caminantes se apartan de ella con prisas, el buen hombre piensa que están asustados y para:
-          ¿Por qué se asustan ustedes?
-          No nos asustamos, es que su coche levanta demasiado polvo.
El buen hombre siguió su camino sin entender nada y con cara sorprendida.
Hasta en situaciones tan sencillas se resume la manera de vivir y de sentir de las personas.
Es mediodía y los caminantes alcanzan a pie el cruce en el que habían dejado el coche unas horas antes. Todavía hay que callejear por Cepeda antes de comer.
Es este, de nuevo, un pueblo serrano que mantiene bastante bien el tipo de construcción de la zona y que conserva el sabor de lo viejo remozado. Sus calles son estrechas y su plaza mayor inclinada. En una de sus esquinas piden información a un vecino que resulta ser originario de Béjar. Parece que conoce muy bien la historia del lugar pues, en pocas palabras, da buena muestra de ello. La iglesia parroquial también aquí está cerrada pero un vecino, que dice ser el encargado de tocar las campanas de la torre, también aquí exenta y con clara misión de vigilancia, se empeña en explicar a los caminantes algo de la historia de la misma y de sus muchos sillares redondeados, acaso procedentes de columnas de otro lugar. Tal vez el paisano anduviera también tras alguna recompensa económica. Tal vez. Desde ese punto se domina buena parte del frente que es ladera ascendente hacia La Alberca y hacia la Peña, y el cauce del riachuelo que se abandonará en el Alagón un poco más abajo, en el término de El Soto.
La senda del día ha sido circular y se ha abierto y cerrado en Cepeda. Lo demás es cosa del coche.
Hay que comer y el mejor sitio del contorno, piensan los caminantes, es La Regajera, un paraje a orillas del río Francia y a los pies de Miranda. Vamos allá. Apenas unos minutos y lo topamos al final de una corta recta y a los pies de un puente.
El lugar es paradisíaco, pero tiene dos dificultades para los caminantes: en el restaurante, lleno de turistas que han llegado en autocar, no les permiten sentarse a la mesa ni siquiera si compran la bebida; además, las olmas han dejado el suelo lleno de flor blanca y pegajosa. Pero no hay que arredrarse. Los caminantes se hacen sitio como pueden al lado del río y allí dan buena cuenta de las viandas que llevan. Allí la bota sabe mejor y hasta el aguardiente que les ha regalada Manolo Casadiego en Béjar se saborea con más gusto. El agua sigue su camino alegre y fresca, como con todas las fuerzas intactas. ¿Sabrá el agua del río el camino que le espera y el fin que le aguarda? Benditas sean las aguas de estas sierras y todas las aguas, fuentes de vida siempre y signo y ánimo para los caminantes.
Tras la generosa comida se impone siempre una siesta. Mejor que al lado del agua, en ningún sitio. Pues no puede ser. Las razones indicadas lo impiden. Poco importa, se buscará otro lugar.
Lo mejor será ahora subir hasta Miranda y pasear por sus calles. Arriba.
Miranda es el pueblo más señorial de la Sierra de Francia. Es sus calles asentó el ducado de Miranda. La historia anda por ahí y no es lugar para glosarla. Los caminantes lo saben.
El castillo, las calles, las edificaciones, las callejuelas que cruzan la calle larga, los torreones, los miradores, las murallas todas. Desde cualquier mirador de la muralla es muy sencillo evocar algo de la historia de esta comarca y de la forma de vida de sus habitantes. Ay la historia de estos pueblos. Y de todos. Para llorar y desesperarse.
Los caminantes se detienen en alguno de los miradores de la muralla y contemplan un panorama casi circular, desde lo más alto de la sierra hasta el mismo lecho del río. El condesado bien sabía dónde plantaba sus reales.
Es media tarde cuando los caminantes salen de Miranda camino de Béjar. ¡Y no se han bañado! ¡Ni han dormido un rato de siesta!
Villanueva del Conde, Garcibuey, las Puentes.
-          Para, para, que aún falta algo.
El coche se detiene unos metros antes de la bifurcación de la carretera, en el ramal que indica hacia Valero, el pueblo de la miel y de la vida, el pueblo de la niñez de uno de los caminantes, el pueblo de tantísimos recuerdos para él. Esta vez no ha tocado ir por allí. Otra vez será.
Junto a un viejo puente romano bien conservado, las aguas del Alagón se remansan en un charco propicio siempre para el baño y para el descanso del cuerpo. Hoy, vaya usted a saber por qué extraña razón, las aguas no están demasiado claras. Pero el paraje es tan sugestivo, que los caminantes se dejan caer en unas arenas que bordean el charco. El sueño se apodera enseguida de ellos. Menos de uno, que anda empeñado en hacer fotos y que, al cabo de un buen rato, vuelve con los pies y el calzado encharcado. Qué vergel y qué silencio. Tal vez faltaba el sitio más apacible de los días del camino y estaba escondido allí, como de postre para los caminantes.
Repuestas las fuerzas y sin ninguna gana de moverse de allí, los caminantes tienen que volver a cruzar el puente y a subirse al coche que, carretera arriba los lleva hasta Cristóbal, desde donde las cimas de la sierra de Béjar los esperan. Un rato más por las llanuras del Sangusín y el paisaje de las laderas bejaranas en el frente.
La tarde está cayendo. El viaje ha terminado. Los caminantes descansan un rato en una terraza mirando la escasa nieve que queda colgada en la cima de la sierra de Béjar. Es el momento de la despedida pues cada uno tiene que seguir su camino.
Los días de sierra y de caminos empiezan a quedar atrás. Aún quedará tiempo para caminar desde el recuerdo o desde las líneas escritas. Un empeño se ha cumplido. Cuando se termina un empeño en la vida, hay que buscar uno nuevo. Si no se hace pronto, pueden llegar la monotonía y el dolor. Hay que saber matar el tiempo. Se hará. Que no sea muy tarde.

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