domingo, 17 de junio de 2012

PASEANDO POR LA PEÑA DE FRANCIA (8)


                                                           LA ZONA SUROCCIDENTAL
Los caminantes despiertan perezosos y cansados para emprender el último camino. Es el cuarto día de trechos y de sendas, de senderos y de caminos, de pistas y hasta de carreteras. La programación es la que es y no da para más. Han entrado a la comarca por la zona sureste, han pateado los caminos de la sierra alta, se han dejado el sudor y el cansancio en las Batuecas y solo queda rendir tributo y patear la zona baja de la ladera y del valle, aquella que linda con Cáceres, donde deja las aguas del Alagón, ya contentas y generosas con todos los riachuelos y regatos que bajan por la falda de la montaña.
A buena hora, los caminantes saludan al día, desayunan y recogen sus pertenencias. Las preparaciones y las previsiones no han sido muchas, pero las provisiones han resultado sobradas y todo ha de tener su utilidad. Así que recogen utensilios, hacen las camas, procuran dejar todo limpio en la casa que tan amablemente les han prestado y, de nuevo con un día entreverado de nubes altas y de fresquito en el ambiente, dicen adiós al hermoso pueblo de la Nava de Francia, espacioso y solitario, amplio y silencioso.
La carretera que conduce a La Alberca apenas está transitada. Los establecimientos del Casarito están cerrados. Los caminantes, ahora viajeros, contemplan por última vez la vertical de la montaña desde sus mismos pies. La falda sigue verdeada por los robles y un poco aterida por el fresquito de la mañana.
Poco tardan los viajeros en llegar a La Alberca. Hoy no paran pues tienen víveres suficientes para el día y quieren empezar la caminata cuanto antes. El coche enfila la carretera que, en descenso continuado les lleva hacia la parte más honda de la sierra, hasta el cauce del río que recoge todas las aguas, las angustias y las alegrías que la sierra quiere verter, el río Alagón.
La primera parte, por carretera que parece de reciente construcción, amplia y segura, sigue entre robles y verdes continuados. Aún la altura es mucha y la naturaleza sabe qué representantes tiene que colocar en cada cota. Desde algunos miradores, el panorama que se ofrece a la contemplación es amplísimo y muy agradable. Paran en uno de ellos, solo el tiempo suficiente como para poner en balanza los deseos de la contemplación y la necesidad de abrigarse ante la brisa fresca que ondea en las ramas de la ladera. Allí donde la naturaleza marca sus normas, el arbolado cambia y los robles dejan paso a los árboles de cotas bajas. Entre ellos destaca la presencia, cada vez más abundante, de los cerezos.
Los caminantes buscan, para iniciar el camino, el pueblo de Cepeda. Una vez más se despistan y enfilan una carretera mucho más estrecha que conduce hacia Mogarraz. Hermosísimo pueblo este, pueblo en el que árbol es sinónimo de cerezo y cereza es igual que fruto abundantísimo y de sabor inigualable. Pero los caminantes quieren el lecho del río y la senda que se habían marcado. Un paisano, este bien enterado y con la seguridad de la sencillez, les indica la vuelta hacia atrás y las tres veces que tienen que tomar la desviación a la izquierda de la carretera.
Cepeda recibe a los viajeros en el cruce de la carretera que, procedente de El Soto, apunta hacia la capital de la provincia, tan lejos de allí y tan olvidada por los que hoy solo quieren caminos. Caminos y cerezas, porque a comerlas en los árboles han venido y esta es zona de abundantísimo fruto. Está Cepeda subida en un altozano y, en ese altozano, todavía la torre destaca, robusta, en lo más alto. Será a la vuelta cuando paseen por las calles de este pueblo serrano.
De momento enfilan la carretera hasta el puente que marca el desvío hacia Herguijuela. Es el camino de la Dehesa, senda que uno de los caminantes ya ha hollado antes y que quiere enseñar a sus acompañantes. Lo que ha sido huerta y frutales se convierte, como por encanto, en bosque densísimo, sobre todo de madroños. Seguramente los caminantes nunca habían visto antes tanta madroñera junta. Es ésta zona de parque natural y muchas parcelas que antes se han cultivado ahora andan abandonadas y se han dejado ganar por la fuerza inmediata de la naturaleza. El sol, como en las jornadas anteriores, va ganando nitidez y dejando el día claro mientras envía algunos rayos que se cuelan entre las ramas de los árboles.
Pasear por los caminos de la Dehesa es sencillamente un lujo para los caminantes. Aún se pueden ver los terrenos aterrazados y algunos canales que sirvieron para la conducción del agua necesaria para los riegos en las huertas.
Hay tiempo en esta umbría para el descanso, para las fotos, para la charla, mientras la senda asciende muy suavemente en busca del siguiente valle. Afirma Ortega que el ser humano no tiene naturaleza sino solo historia. Tal vez la conversación tampoco tenga naturaleza sino solo historia; acaso los contextos la condicionan y la seleccionan en temas y en formatos. Los caminantes en la charla de la umbría seguramente también están recogiendo las experiencias anteriores, los puntos de vista que cada uno ha ido conformando acerca de diversos asuntos y lo que la actualidad les sugiere. Caminan por cara norte y observan cómo el regatillo y el sol cortan el valle en dos mitades, con vegetación totalmente diferente. Allá al frente están los cerezos, cargaditos de fruto. A ellos irán, pero será después de acercarse hasta Herguijuela.
No tardarán mucho pues, en cuanto cruzan la carretera de ascenso hacia La Alberca, divisan, en el valle que apunta más hacia el oeste, el pueblecito soleado que buscaban.
El cambio de orientación en la bajada cambia también el tipo de arboleda. Aquí están los olivos y aquí están también los cerezos y las huertas.
El pueblo se dibuja en una especie de cola de escorpión, con huertas en el medio, sobre todo en la orientación sur. A los caminantes les gustaría verlo más compacto, como con la necesidad de unos vecinos respecto de los otros. Como está acostado en la ladera sur, todo en él es sol y luminosidad, incluso en su calle más larga, por la que los caminantes entran buscando la plaza y la escuela.
La Plaza está señoreada por un olmo centenario al que dan borde unos escalones circulares. Su tronco y sus ramas tienen que haber sido testigos de buena parte de la historia de las gentes de este pueblo, incluso de aquellas en las que, a toque de campana, se reunirían todos juntos, bajo la luz del sol o los rayos de la luna, para dilucidar sus controversias y para hacerse un poco más llevadera la vida.
En la escuela de Herguijuela ha ejercido toda su vida Lorenzo, un maestro vocacional al que conoce, de algunas caminatas, uno de los caminantes. Quieren saludarlo y hasta la escuela que se van. No hay suerte:
-          Don Lorenzo se ha jubilado y ya no ejerce.
-          ¿Y dónde podemos encontrarlo?
-          Vive en la otra zona del pueblo. En un sitio que llaman el castillo.
-          Gracias.
Les ha recibido amablemente una maestra que atiende una escuela unitaria en la que se concentran unos diez niños procedentes de tres pueblos distintos. Tal vez Lorenzo viva en un castillo como señor del lugar, comentan entre sonrisas los caminantes.
Aún tienen tiempo para sacarse unas fotos al lado del árbol centenario para las que se presta voluntario un joven que ha aparecido en un coche y que enseguida ha conocido a uno de los caminantes de sus años de estudiante en un instituto.
Cuando vuelven, sin prisas, por la calle larga, contemplando la arquitectura popular del pueblo, aparece Lorenzo en dirección contraria. Lorenzo es un caminante eterno que conoce las sendas y los senderos de estas sierras casi como se conoce el cabrero de Valero los escondrijos de las Quilamas. Con él charlan los caminantes durante unos momentos y él les indica el mejor camino para dirigirse hacia Monforte, el segundo pueblo de la ruta del día.

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