sábado, 10 de diciembre de 2011

DE MATANZA (Para Manolo y Jesús)

“Acercaos, niños, para que podáis ver bien”, invitaba la voz ronca de un hombre de mediana edad a través de un micrófono inalámbrico. Algunos niños hacían caso y se aproximaban para presenciar de manera directa y próxima cómo dos habilidosos hombres descuartizaban en poco tiempo un cerdo de peso mediano.
No lo había programado, pero he estado de matanza, de matanza fetén, de la de toda la vida, de la de helechos y cuchillo, de la de gancho y sangre movida.
El día salió gris y amenazando lluvia, pero este meteoro nos arredra poco a nosotros: una parca, una buena gorra y un plástico nos sirven para desafiar lo que quiera llover del cielo.
Y nos fuimos por sotos y espesuras, porque por estos pagos los sotos y las espesuras son el ambiente natural, incluso cerca de las llanuras. El coche nos llevó hasta Fuentebuena, por la estrecha carretera, que se olvida de la que va hacia la Sierra en cuanto se deja el Ventorro de Pelayo y toma las ondulaciones cuajadas de casas campestres (sospecho que casi todas ilegales) hasta el pueblecito de Fuentebuena. Tan solo tres personas en la calle, acompañadas de dos perros mañaneros. Al fondo, la capilla que sirve de iglesia al pequeño pueblo. ¿Duerme la gente o está en el campo? Acaso duerma pero el sueño de los justos, porque aquí habitan pocos vecinos. Tiene Fuentebuena dos caños que manan abundante agua durante todo el año. Siempre los he visto con el mismo empuje. No me resisto y bebo en ambos. En la parte norte veo una edificación hermosa y amplia pero a medio construir. ¿Será la crisis? A su derecha sale un estrecho camino en dirección a Valdesangil. Lo tomamos con calma pero sin pausa. Alguna otra pequeña edificación se ha terminado de alzar en medio de algún prado.
Pronto giramos a la izquierda y abandonamos la senda para tomar otra bien trazada que busca ascender hasta lo alto de una loma, de un soto que da vista panorámica hacia una vista inmensa y muy hermosa. Hacia el sur y el sureste, la sierra de Béjar con su lomo nevado y los colores grisáceos, oscuros ya de otoño-invierno, de las laderas del Castañar y la Peña de la Cruz; más lejos, las lomas de El Cerro y Lagunilla. Por el noroeste, las llanuras del Sangusín y la Sierra de Francia. Más a la derecha, los pueblos aledaños a Guijuelo, que se adivina un poco más lejos.
La subida es lenta y muy sabrosa. Hay fotos de Manolo y paradas para contemplar el horizonte. Como siempre en el campo y la montaña, cada poco espacio andado cambia la perspectiva y la hace nueva. El día está gris y la niebla ocupa buena parte del horizonte.
Cualquier cumbre permite dividir la mirada hacia varias partes. Es lo que hago cuando corono la tendida ascensión. Atrás dejo el camino andado y, al frente, allí abajo, contemplo el pueblo de Sanchotello.
Sanchotello es un pueblo pequeñito que, desde lo alto -después se confirmará en las calles- parece remozado y con ganas de vivir. A pesar del día gris y neblinoso, se pueden ver edificaciones nuevas y hasta algunos chalets, que destacan entre los edificios más tradicionales. Hoy no es fácil edificar en comunidades tan pequeñas y tan alejadas, y, con la crisis presente, mucho menos. Pero allí están, erguidas y dándole cara a los días y a la vida.
Bajamos por un ancho camino que se interna en un espléndido bosque de robles. Por eso la espesura. Ahora ya todos han deshojado y andan desnudos y un poco frioleros. Entre ellos, hay peñas que ocultan su cara con una capa de musgo altísimo y almohadillado. Nos paramos a admirarlo. Yo no resisto y reposo mi cabeza en una generosísima almohada de verde tierno y cariñoso. Por estas sierras hay mucho musgo, pero yo no he visto muchas veces unas mantas tan amplias, altas y mullidas. Me hubiera quedado allí dormido tranquilamente. Mejor que nadie sepa de su existencia porque estas fechas navideñas no son buenas para su supervivencia.
Al final del robledal, nos aguarda la carretera comarcal que viene de Navalmoral y, a su lado, otra hermosa fuente que me invita a saciar la sed que ahora no tengo. Un poco más allá, el pueblo y sus gentes.
Habíamos visto desde lo alto un denso humo que ascendía hacia el cielo, como con ganas de fundirse con la niebla; ahora nos damos cuenta de que el humo es señal de fuego. Y vaya si había fuego. Unos sones poco acordados de un saxo y de un redoblante nos anuncian que hay algún festejo en el pueblo. Nos acercamos. Las voces siguen creciendo. Llegamos a la plaza y, a su derecha, en un prado, arden varias lumbres. Se está celebrando la matanza tradicional para todos los vecinos. Es media mañana y el cielo ha empezado a gotear, casi con miedo, una fina lluvia.
Hacía bastantes años que no asistía a una matanza de las de toda la vida. Creo que la última vez fue en Valero. ¿Dónde iba a ser, si no? Qué sorpresa tan agradable. Ya bullían las ollas y las calderetas con comida dentro. Por el tamaño, aquello parecía un remedo de las bodas de Camacho. Enseguida entendí que lo que se buscaba era un día de convivencia para la gente del pueblo y de los que quisieran compartir con ellos unas horas. Una vecina apuntaba en un cartón las apuestas que, en forma de porra, se hacían para tratar de averiguar el peso del cerdo que se iba a sacrificar. Por supuesto que aposté. Y que no me tocó. Qué más da.
Siguiendo indicación de no sé quién, varios hombres acorralaron literalmente al cerdo elegido y le clavaron el gancho fatídico. El animal entendió enseguida que le había llegado su sanmartín. Las manos sujetaban el rabo, las orejas, las patas… Y el pobre animal gruñía desconsoladamente. Bajo la fina lluvia, que bendecía el ritual, atravesaron la calle y lo llevaron a otra corralada artificial que tenían preparada para el festejo de todo el día. Y comenzó el sacrificio.
Un cuchillo matanchín, la habilidad de un hombre que lo clavó en el sitio exacto y la fuerza de otros cuantos, que sujetaban los inútiles esfuerzos del cerdo, hicieron el resto. No puede mantener la mirada y me di la vuelta. La sordina de los gruñidos del cerdo indicó que la muerte se había apoderado de él y que había pasado a mejor vida. Corría el vino y brillaban los flashes de las cámaras de los más curiosos. La lluvia y la niebla lo vigilaban todo.
Después llegó el chamuscado, la chamusquina, el churrascado, y los helechos y el raspado, y la vuelta hacia el cielo con los nuevos helechos. Mi mente se fue entonces a mis días de infancia, a las matanzas grandes de mi pueblo, al calvo y a los zancos con los que nos divertíamos, y al columpio colgado de las ramas y haciendo balanceo en el aire. Y corrían los ríos por mi mente y me veía gigante siendo niño, y veía la fe de las mujeres mientras lavaban tripas en el río, y a los hombres alegres, seguros de la carne para el siguiente año en las partes del cerdo y la matanza, y la fiesta y el gozo, y el ir y venir de la botella, y las sabrosas perrunillas y los mantecados de la tahona de tía Tilde y la familia junta y el gozo compartido. Y yo me quedé solo en Sanchotello, en medio de las voces de la gente, y por unos instantes viví otra vez el tiempo ya pasado. Una canción decía unos cantares que hablaban de familias y de tierras, de amores entre gentes y de sentirse bien con los más próximos. Sé que eran sevillanas rocieras y no eran lo más propio. Pero aquellas verdades que cantaban me llegaron tan dentro, que me abismé en mí mismo y no quise saber ya de otras cosas. La lluvia, entre la niebla, la matanza, las queridas imágenes de mi vieja niñez, las voces de amistad y de familias, la tradición en medio de las prisas de la vida… “Quedeme y olvídeme…”, ya sé que a mi manera, pero lo hice, de eso estoy bien seguro. Mi amado era la paz y era el silencio, mi contento el sentirme por un rato feliz y transportado hasta otros sitios para mí tan queridos y añorados.
La lluvia quería adueñarse del festejo y las gentes del pueblo decidieron con buen criterio llevar el cebón ya chamuscado hasta el amplio salón del ayuntamiento. Allí llegó el despiece y la parte didáctica. Para los niños y para los mayores: rabo, manos, codillo, jamón, cinta, sangre, lomos, secreto, costillar, solomillo, paleta, panceta, tripas, hígado, cabeza… Del cerdo, hasta los andares.
“Acercaos, niños, para que podáis ver bien”, invocaba una voz ronca a través de un micrófono inalámbrico. La sesión continuó hasta que el cerdo quedó colgado en partes y despiezado totalmente.
Comimos algo de nuestras viandas en los soportales del dispensario médico del pueblo. Con otra previsión de tiempo, podríamos haber compartido garbanzos, vino de pitarra y carne del cerdo, y, sobre todo, alegre compañia. Para otra vez será.
Volvimos por la carretera que nos devolvía a Navalmoral y a Fuentebuena. Atrás quedaban el pueblo y su matanza, el recuerdo de mi niñez y el cielo y la fina lluvia presidiéndolo todo como en un misterio natural. En  lo alto, el soto y las espesuras. Por el asfalto, los tres caminantes (Manolo, Jesús y Antonio) que se mojaban con gusto y se sentían felices de gozar de estas pequeñas y grandes cosas de la vida.

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